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Utopía

Andrés Hoyos
16 de octubre de 2012 - 11:10 p. m.

La pegajosa palabra "utopía" se origina en la novela homónima que Tomás Moro publicó en 1516.

El libro está escrito en latín —lengua ya muerta en el siglo XVI— y describe un lugar ordenado, tan igualitario como aburrido, donde no hay propiedad privada, aunque sí una tolerancia religiosa inusual para la época y a la cual Moro pronto dejó de ser fiel. Al igual que muchos libros contemporáneos, Utopía entraña en últimas una fantasía criptorreligiosa, malformación congénita que en adelante habría de acompañar al concepto de utopía. El título, como se sabe, quiere decir “ningún lugar”, y ello debido justamente a que la receta es para una isla que ni existe ni podría existir en ninguna parte.

Olvidando su ahora famosa obra de juventud, Moro dio en defender luego la nada utópica primacía de la Iglesia católica sobre el Estado inglés en materias religiosas y de moral social, actitud que terminó por costarle la cabeza (y por lograr para él una canonización varios siglos más tarde). Aunque el cisma anglicano tiene un origen frívolo —Enrique VIII quería divorciarse de una reina española que ya no le apetecía y que no había podido darle un heredero varón—, no por eso dejó de tener efectos liberadores, cuando el rijoso Tudor usó el cuello de este famoso obispo para cortar de una buena vez las ataduras arcaicas que ligaban a Inglaterra con el pasado.

En los siglos siguientes la idea genérica de la utopía corrió con mejor suerte que la de su decapitado formulador original y se puso de moda una y otra vez. Muy en particular las revoluciones solían incorporar en su ideario una faceta utópica que, entre otras cosas, les servía para justificar la violencia inevitable del hecho revolucionario en sí. Ha habido utopías de izquierda y de derecha, pero lo más común es que incluyan elementos de ambos lados del espectro político.

Si nos limitamos al mundo contemporáneo, comprobaremos que en él hierven utopías de todo tipo que, por fortuna, han dejado atrás la costumbre de cortar cabezas o de fusilar parroquianos. Estas utopías posmodernas prefieren ensayarse en pequeñas comunidades (verdes, feministas, vegetarianas, educativas, urbanas, religiosas, psicodélicas) sin que todavía esté de regreso la noción venenosa de que es posible forzar a países enteros a caber en los lechos de Procusto que les tienden las ideas intransigentes. Claro, aún va implícito en la utopía el concepto de revolución, pues es imposible llegar a puertos radicales si no se utilizan métodos radicales y no se dan grandes saltos. Por contraste, la reforma ha vencido a la revolución en casi todos los cambios de importancia que el mundo ha experimentado en el último siglo.

Es imposible no mencionar, entre las utopías que se han querido implantar a la fuerza, a la más potente de todas: el marxismo-leninismo. Pasado casi un siglo desde su primer acceso al poder, basta con examinar las ideas difusas de Slavoj Žižek, el filósofo esloveno que quizás sea el único teórico serio que les queda, para entender que esta teoría yace en ruinas. El “socialismo del siglo XXI”, para mencionar algo que está en boga en el vecindario, no tiene ningún soporte teórico serio; es apenas el resultado de las rentas mal gastadas de un Estado rico.

Quise recordar muy brevemente los avatares de la utopía ahora que en Colombia empezamos a negociar un proceso de paz con los restos de una degeneración criminal de la de Karl Marx.

 

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