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¿Victorias póstumas?

Francisco Gutiérrez Sanín
10 de diciembre de 2010 - 04:16 a. m.

COMO POCOS QUE YO RECUERDE, ESte año estuvo cargado de aniversarios, nacionales e internacionales, de enorme significado.

En política, en literatura, en música… Con respecto a casi todos ellos, los colombianos pasamos de agache. Es verdad que los treinta años de la muerte de John Lennon produjeron algún ruido, pero los doscientos de la de Chopin se nos fueron dolorosamente en blanco. Más sorprendente es la pavorosa parquedad con la que recibimos nuestro propio bicentenario. ¿No era un pretexto ideal para hacer un balance cuidadoso de estos dos siglos de vida republicana, con sus horrores, sus conquistas y sobre todo su compleja prosa?

No hablemos ya del completo olvido de las ocho décadas del comienzo de esa apasionante experiencia que fue la República Liberal, sobre la que todavía conocemos tan poco. Baste con señalar que en el reciente ejercicio de jerarquización de presidentes (o, para los que prefieran el correcto espanglish, rankeo de administraciones) que publicó Semana, los tres que salieron mejor calificados se formaron y se volvieron figuras nacionales en ese período. Pero nadie tuvo tiempo para dedicarle siquiera un pequeño espacio. ¿Falta de memoria o simplemente efectos de la sobrecarga de un país en el que el sobresalto de hoy no se soluciona, sino que queda sepultado bajo el sobresalto de mañana? Como fuere, de las conmemoraciones abortadas una de las más interesantes es la de la muerte de Santander. Ni una frase… Bueno, es sabido que Santander tiene hoy en día mala prensa. La derecha y la izquierda lo consideran un leguleyo despreciable y al centro su figura le importa ya un carajo. “Santanderismo” ha pasado a ser sinónimo de uso retorcido de la ley con propósitos oscuros.

No siempre fue así. La tensión dinámica entre Bolívar y Santander fue tradicionalmente un importante motivo de nuestro debate público. Simplificando mucho (como necesariamente hay que hacerlo aquí) habría que recordar que en su origen, tanto liberales como conservadores se alimentaron de corrientes y tradiciones provenientes de uno y otro, pero que con el tiempo se creó una controversia alrededor del segundo. Precisamente es en la República Liberal donde adquiere sus contornos más claros. Los laureanistas (pero no todos los conservadores) denunciaron a Santander, en quien veían a un leguleyo y a un laicista. Importantes personajes liberales lo defendieron, por creer que el respeto a la ley (sí, también a su letra) era una defensa crucial contra las aspiraciones autoritarias. ¿Alguien dudará de la importancia crucial que tiene esa sencilla conclusión hoy en día?

El antisantanderismo —junto con las versiones más histéricas del mito bolivariano— era patrimonio de la derecha extrema. ¿Cómo cambió la situación? Mi hipótesis es que el M19 ocupa aquí una posición clave. Vía Rojas Pinilla y Anapo, el discurso militar bolivariano se transfirió a una izquierda armada en busca de anclajes nacionales. Además, el culto al hombre de acción y la denuncia de los leguleyos casaban muy bien con el formato mental de estos bolivarianos de segunda generación. Los de primera siguieron con su convicción cerrera de que el llamado “Hombre de las Leyes” había sido una especie de mentor de las “raposas jurídicas” que complotan en la oscuridad contra los valientes héroes que defienden a la patria.

Todo esto es una lástima. Claro, Santander no era un santo; muy pocos lo son, y además, la cosa no se debe poner en esos términos. Pero su figura y legado merecen un escrutinio cuidadoso. Veo en la evaluación primitivamente unilateral de Santander y del legalismo que predicó un triunfo póstumo de posiciones extremistas y uno siempre actual de las tendencias autoritarias.

 

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