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Viejos de carne y bronce

Reinaldo Spitaletta
26 de marzo de 2013 - 11:41 a. m.

Cuando Alonso Quijana, apodado Quijada o Quesada, ya convertido en don Quijote salió en su primer viaje por los campos de Montiel, frisaba la edad con los cincuenta años, que para entonces debió haber sido una edad muy vieja, sobre todo para las gracias de desfacer tuertos, agravios y sinrazones, defender viudas y doncellas e irse a combatir molinos de viento.

Sus hazañas, “dignas de entallarse en bronces”, fueron contadas por cronistas, encantadores e historiadores. Pero cuando aquel caballero andante decidió hacerse pastor y seguir la vida del campo, entonces llegó a su fin, no tanto por viejo, que lo era, sino por haber recobrado la cordura.

 

La vejez puede ser la edad de la ensoñación o de los balances desbalanceados. Recuerdo que mamá, que murió relativamente joven (cincuenta y seis años), decía que el “viejo hiede”, sobre todo en sociedades en las que el “adulto mayor” (no sé si es un suavizador lingüístico, es decir, un eufemismo) comienza a ser parte del estorbo, ni siquiera de lo reciclable, sino de lo que ya pasa al cuarto del olvido y allí continúa envejeciendo hasta extinguirse. Ella lo decía medio en serio, medio bromeando, pero argumentaba. Sobre todo había sido directora de un asilo de ancianos en Copacabana y sabía, de cerca, cómo era el mundo de la senectud, en donde muchos de los habitantes de ese hospicio estaban locos, con una locura senil lamentable, que ninguno se hubiera podido parecer al hidalgo de La Mancha, qué vaina.

 

Decía entonces que el viejo hiede, porque, según ella, el mundo no estaba pensado para ellos. “Todo se hace para jóvenes”, agregaba y uno sentía en sus palabras un dejo de tristeza, pero también de amarga verdad. Ella veía como a aquel asilo llegaban con señores y señoras “de edad” para dejarlos ahí, a su albedrío, para que vivieran los últimos momentos, o, de otra manera, para que comenzaran un nuevo y último camino hacia la soledad y los cementerios. La vejez, también según ella, era un acercamiento a la muerte. En este punto me acuerdo de Gaspar Rodríguez de Francia, el dictador paraguayo, eternamente vivo en la novela de Augusto Roa, cuando hablada de la “sola-edad” o la “enferma-edad”, la edad de las soledades y de las enfermedades, de los arrepentimientos y las nostalgias, de lo que pudo haber sido y de lo que fue.

¡Ah!, el viejo Séneca decía que “la vejez es una enfermedad incurable”, lo que pone a esa parte de la existencia en algo peor que un caminar sobre brasas o ir en medio del viento fuerte atravesando la cuerda floja. Pero, ¿si será así? El viejo, cuando es inteligente y cultivado, puede darse ciertos lujos. Su gran kilometraje le debe dar para que nada le importe, para decir lo que le dé la gana, para estar por encima del bien y del mal, lugar común que a veces es necesario y aclarador. Hay viejos muy lúcidos y que, por su recorrido, se vuelven palabra que se debe oír. Imprescindibles. Hay sociedades en las que el viejo es un ser respetado, consultado, al que se le atribuye conocimiento a través de la experiencia. Porque sabe el oficio de vivir. Claro que esto mismo no podría argumentarse con personajes de La naranja mecánica o con una perturbadora novela de Bioy Casares, Diario de la guerra del cerdo, en la que aparecen hordas desaforadas de muchachos a la cacería de viejos lentos. Provectos. Ahí no importa lo de aquella balada que dice “es un buen tipo, mi viejo”.

La vejez, etapa definitiva y última, está ligada a la memoria (bueno, también al Alzheimer), a la conservación de vivencias, al patrimonio personal de lo que se ha sido. Los abuelos solían contarles historias a sus nietos, como una prolongación del tiempo, como una manera de mantenerlos atados a sus vidas. En sus palabras había el entusiasmo de los asombros y una suerte de amor filial. Era, a veces, la posibilidad de que otros que no estaban pudieran saber de lo que hubo antes, de los que vivieron antes que nosotros. Ahora, parece que el mundo naciera con cada muchacho, no hay noción de la historia ni de sus significados.

Ser viejo en sociedades como las que habitamos no deja de ser un albur y una posibilidad de estar más cerca del abismo. Hay unos, o tal vez muchos, sin seguridad social, sin salud, sin nada, asediados por todos los desamparos. No falta quién diga ante determinados cuadros de drama senil: “fue un alcohólico”, “a lo mejor, se portó muy mal con su familia” y cosas así que tienen que ver más con la indolencia que con la verdad y la solidaridad. Llegar a la vejez debería ser como una especie de doctorado en vida, en conocimiento de la condición humana y del entorno. Incluso, la posibilidad de emprender nuevas aventuras.

Ser viejo no es llegar a la meta, sino a un nuevo punto de partida. Y aunque el motor esté gastado, es un momento (el tiempo -decía un poeta- es la única verdad) para acrecentar la imaginación. No importa si confundimos a “mujeres del partido” con doncellas o a aspas de molino con gigantes. Puede ser el tiempo propicio para seguir cabalgando. O para continuar en la búsqueda del paraíso perdido.

 

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