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Violaciones, ácidos, canibalismo

Héctor Abad Faciolince
03 de junio de 2012 - 01:00 a. m.

Para los que piensan que el mundo contemporáneo es el reino del espanto, la peor época de la humanidad y la antesala del Apocalipsis, las noticias de estos días parecen darles la razón. Una mujer es violada, torturada, empalada y finalmente asesinada en un parque público de Bogotá.

Decenas de jóvenes —mujeres en su mayoría— han sido atacadas este año con ácido en varias regiones de Colombia, sobre todo en Antioquia. Dos policías le queman vivos los perros a un indigente. En Canadá un actor porno descuartiza frente a una cámara a su víctima y manda por correo pedazos de su cuerpo. En Estados Unidos un estudiante confiesa que se comió el hígado de su compañero de cuarto. Y, para no citar más casos que acabarían por revolverle el estómago al espíritu más indiferente, en la Florida un tipo, posiblemente bajo los efectos de una nueva droga, se come a mordiscos un ojo y el 80% de la cara de otro.

“¿Qué está pasando aquí?”, me pregunta un amigo; “se está acabando el mundo”, me dice Rosa; “ya no hay valores”, hipotiza un cuñado; “es por culpa de Santos y porque no estoy yo”, parece decir Uribe. Responder a estas apreciaciones con cifras y con comparaciones geográficas e históricas es muy antipático. No hace mucho tiempo, con cifras confiables en la mano, Mauricio Rubio se atrevió a decir en su blog de La Silla Vacía, que en violencia sexual contra las mujeres (a diferencia de muchas otras violencias) Colombia no estaba en los puestos de adelante del mundo. Una editora lo trató de mentiroso y casi se lo come vivo; tuvo que renunciar.

Es verdad que a Rosa Elvira Cely y a sus adoloridos familiares no les sirve de nada saber que las estadísticas de estupro en Colombia no son tan altas. Y si a mi hija le quemaran la cara con un ácido no me consolaría nada saber que quizá sea peor la situación de las mujeres en Pakistán. A los perros quemados no les quita el ardor saber que en Corea los sirven en picadillo en restaurantes. Y al pobre tipo al que se le comieron la cara a mordiscos no le interesaría mucho que un erudito antropólogo le recordara que en tiempos de los aztecas el canibalismo no era una excepción sino una política de Estado aprobada además por la jerarquía religiosa de esa venerada cultura centroamericana.

A mí me parece bien que ante hechos así se haga mucho escándalo; que las feministas pongan el grito en el cielo; que en el Congreso aumenten las penas a los violadores y a quienes cometen agresiones con ácidos; que se obligue a llevar un registro de quienes compran ácido nítrico o sulfúrico; y que a los asesinos de Cely se les aplique todo el peso de la ley. Hay que hacerlo.

Lo que no hay que afirmar (ni negar a priori) es que el mundo de hoy es mucho peor que el mundo de ayer. En vez de afirmarlo o negarlo sin pruebas, hay que tratar de reunir datos, cifras, estadísticas. Y tener en cuenta que el mundo de la información contemporáneo (radio, tv, redes sociales, videos y cámaras al alcance de todos) nos vuelve accesible al instante cualquier horror que se cometa en todos los rincones del planeta. Considerar también que documentar el horror del pasado es mucho más difícil, pues de los imperios antiguos quedan intactas y en pie las pirámides —tan hermosas— pero la sangre de los sacrificios se borra con el tiempo y de ella apenas si queda algún vestigio o algún testimonio que no pudo ser tuiteado en su momento.

La información de hoy es como un descenso cotidiano a un cuadro de El Bosco o a un nuevo círculo del infierno dantesco. Quizá incluso el horror imaginado por esos dos genios sea inferior a las infinitas posibilidades del horror real. Hoy en día las aberraciones del mundo están al alcance de un clic, y a la vista de todos. No hay duda de que el espanto es cada vez más visible. Pero no se puede dejar de considerar que quizá hace cien y mil y diez mil años, este valle de horrores no era tampoco el paraíso. Al menos eso nos dicen las momias y los textos antiguos.

 

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