Que el turismo genera positivos resultados a las comunidades que lo ofrecen es evidente. Reconocimiento, ingresos económicos, oportunidades de trabajo y apertura cultural. Pero a su lado, tomándole el paso, le acompañan riesgos bastante serios contra el patrimonio natural y el medio ambiente. Afectación de paisajes, alteración de ecosistemas, impacto ecológico, acumulación de desechos contaminantes y consumo desmesurado de recursos limitados como el agua.
Resulta una compleja contradicción que convierte la industria en cura, pero también en veneno y enfermedad, así como en los asuntos de amor pasa factura la banda chilena C4 en su popular canción Ángel y demonio. El turismo, como toda actividad de consumo, incide de manera negativa sobre el ambiente por cuanto presiona el uso excesivo de recursos, agota materias primas, degrada el paisaje y acumula residuos y gases tóxicos.
Lo grave a corto plazo no es el notable hecho de que la industria ¬–que genera más de 250 millones de empleos en el mundo y se toma el 11% del PIB mundial– crezca de manera acelerada y prevea un movimiento cercano a los 1.600 millones de turistas internacionales para dentro de seis años, sino el pírrico compromiso de la mayor parte de los países del mundo para meterle el hombro a la configuración de ofertas turísticas responsables que prevengan la amenaza que acecha la biodiversidad global con esta inimaginable oleada de viajeros.
Desde hace cuatro largas décadas el planeta, a través de las Naciones Unidas, presagia el sensible problema que los actuales patrones de consumo y producción representan para el medio ambiente y la neutralización de la pobreza, y en 1970 con la declaración del Año de protección de la naturaleza dio el primer campanazo sobre la urgencia de armar un tinglado de protección jurídica para contrarrestar la depredación.
Y aunque el turismo es solo una ficha de este premonitorio ajedrez que confabula contra la misma humanidad, su desbordado crecimiento y masificación lo convierten en estelar protagonista de la destrucción de recursos, reducción de biodiversidad y cambio climático.
La cumbre Rio+20, cuya sede acaba de anunciar el alcalde Gustavo Petro para Bogotá en el próximo agosto y con la que se pretende hacerles seguimientos a los compromisos que adquirió la ONU en 1972 en la segunda ciudad más populosa del Brasil, tendrá dentro de sus platos fuertes los avances en el turismo sostenible. Será la oportunidad de palpar si la comunidad internacional formaliza adelantos medibles en la materia, o si solo continúa persiguiéndose la cola, dando vueltas en círculo, por ausencia de propósitos y voluntades.
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