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Y Dios hizo al televentero

Gustavo Gómez Córdoba
28 de agosto de 2008 - 03:19 a. m.

LOS TELEVENTEROS SON SERES ESpeciales, capaces de devorar un minuto de vida con la boca llena de mil palabras; juegan a culebreros en un mundo donde la palabra ya no vale, excepto si la disparan ellos envuelta en sus babas… de caracol.

Nadie ha dicho que roben, pero tampoco se ha comprobado que los vendedores del camino más corto y más barato a la felicidad sean del todo transparentes. En 1958 los hubieran llamado para protagonizar The blob, cinta de terror clase B en la que un meteorito regalaba a la Tierra una repugnante gelatina que lograba meterse por todas partes. Así son los televenteros: no hay resquicio por el que no se metan ni tarjeta de crédito que no estén dispuestos a devorar. Comen de todo, hasta prensa: los televenteros y su no menos efectiva versión auditiva, los radioventeros, han logrado, unos y otros, el placer máximo de reclutar a los periodistas, halagándolos con soberbias pautas para sus programas y uniformándolos como sirvientes leales.

Más bien pocos misterios hay en el método comercial de los televenteros: algo baratongo, que uno no necesita hasta que lo ve junto a teléfonos y banderitas de países vecinos, presentado en dos por el precio de uno y puesto en la puerta de la casa, aunque uno viva en un campamento guerrillero en Ecuador. Sólo un misterio: el grueso (¡y son gruesas!) de las televenteras, con excepción de Vanessa Navarro —Cleopatra de este mundillo—, suelen ser muy poco agraciadas… ¿no es belleza acaso lo que suelen vender? La caridad y la calidad deberían comenzar por casa.

En un matrimonio que estaba cantado, han reclutado los dueños del negocio a actores muy conocidos o muy varados, para que ayuden en la tarea de presentar espejismos como realidades incuestionables. Tal vez la lógica sea tan sencilla como el negocio: quién mejor que un experto en vender lágrimas y polvos de utilería para amarrarnos la faja, meternos el omega 3 —y los dedos— en la boca y arrinconarnos el culo en unos jeans que, como el viagra, lo paran todo… aunque por detrás.

Las amas de casa los tienen por gurúes de la salud, los periodistas de entretenimiento los chupan como jugosa teta, los canales públicos los cortejan a ojo cerrado y los medios de comunicación nos venden la idea de que se les entran por la puerta de atrás, cuando todo el mundo sabe que tienen tapete rojo (vendido a la empresa, de seguro, por ellos mismos) en la principal.

Un televentero disponiendo del futuro de Pradera y Florida. Un televentero gobernando Venezuela. Un televentero al frente de la licitación de los nuevos canales privados. Un televentero persiguiendo los virus de la red. Un televentero, desde Georgia, tranquilizando a Moscú. Un televentero apersonándose de los gases antes de que se acomoden en el invernadero que flota sobre nuestras cabezas. Un televentero pavimentando el Tercer Mundo. Un televentero recibiendo testigos en Palacio de Nariño… ¡Qué distinto sería todo si entendiéramos de una vez por todas que los televenteros son quienes deben ocuparse de resolver nuestros problemas!

Demos un primer pasito, corto pero significativo: doctor Fernando Londoño, cédale su columna a Vanessa Navarro. Por algo se empieza.

 

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