Publicidad

Una foto de reconciliación

LOS RECIENTES GESTOS DE RECONciliación entre Sebastián Marroquín, el hijo de Pablo Escobar, y los hijos de dos asesinados por éste, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla y el candidato presidencial Luis Carlos Galán, registrados por la revista Semana como parte de la promoción de un documental próximo a aparecer, son bienvenidos, y ojalá muchos más se unieran al clima de paz que suponen. Que los odios no se perpetúen de generación en generación es un buen síntoma, necesario para pasar páginas de desdichas del pasado.

El Espectador
10 de noviembre de 2009 - 11:00 p. m.

Sin embargo, frente a situaciones cargadas de tan alto grado de emotividad, conviene guardar distancia crítica para no generar infortunadas expectativas entre las miles de víctimas del narcotráfico. Para que un gesto de reconciliación cobre sentido y no se desvanezca en el aire, después de las miles de víctimas que arrojó el narcotráfico en los años ochenta, es preciso que lo precedan transformaciones reales de la sociedad. No hay que perder de vista en ningún momento el contexto general en que ocurrieron los miles de asesinatos que hoy siguen, en su mayoría, en la impunidad.

Por mucho tiempo hemos estado expuestos a más de un testimonio en el que se quiere hacer creer que el narcotráfico no pasa de ser una conducta criminal reprobable. Una actividad ilegal que, a lo sumo, tiene por propósito el enriquecimiento rápido. Muy poco se insiste, sin embargo, en las alianzas que se dieron, y se siguen dando, entre narcotraficantes y diversos sectores de la sociedad. Además de sus connotaciones terroristas, bajo Pablo Escobar el poder intimidatorio del narcotráfico también estuvo encaminado a limitar ideas democráticas, a corromper instituciones y a ejercer un control sobre el ordenamiento social que desde entonces hemos heredado.

El Proceso 8.000 durante el gobierno del presidente Ernesto Samper y, más recientemente, la parapolítica no surgieron de manera espontánea. Crecieron a la sombra del narcotráfico de los años ochenta que hoy se nos invita a dejar atrás. Y sin embargo el cartel de Medellín, al que se combatió y desmembró, nunca fue lo suficientemente investigado por el aparato judicial. Con el tiempo, claro está, cambiaron los actores. Pero el narcotráfico y sus repercusiones perduran.

Construir un proceso real de reconciliación implica necesariamente ir más allá del perdón individual entre hijos de victimarios. Otras víctimas del narcotráfico, muchas anónimas, esperan a que se les repare y dignifique con un mínimo de justicia. Las víctimas del avión de Avianca, el atentado contra el DAS, el barrio Quirigua y los centenares de policías, jueces o periodistas que fueron asesinados permanecen al margen de cualquier intento de reconciliación. Ni siquiera han sido escuchadas. No disponen de tribuna alguna, ni política ni mediática, para demandar que se les compense o rehuir con su propia voz del perdón que ya algunos les exigen.

El diálogo que por estos días es noticia, entre hijos de víctimas y de victimario, debe ser motivo de celebración. Hay abusos de la memoria, recuerdos de un pasado doloroso que fácilmente se condensan en expresiones de venganza. Algo tendrán para enseñarnos experiencias como las de las dictaduras del Cono Sur, en las que los traumas del pasado no impidieron que se avanzara en la construcción del futuro. El olvido puede ser liberador.

Pero el peligro de banalizar las circunstancias que condujeron a esos gestos de reconciliación es alto. De llegar a ese punto, sólo habremos conseguido la pose para una foto conmovedora.

Por El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar