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Romances y aventuras a 5 centavos la hora

Felipe González Toledo cultivó por igual la crónica policial y la crónica urbana.

Felipe González Toledo / 30 de agosto de 1953
24 de marzo de 2010 - 12:36 a. m.

La costumbre de leer es, entre nosotros, ciertamente, una de las menos arraigadas. De las menos populares. “Este es un pueblo que no lee”, dicen los libreros. “El cine ha desplazado la afición a la lectura, y cada día se leerá menos”, dicen quienes se empeñan en buscar una explicación del hecho, mientras que otros, más escépticos y mucho más contundentes, explican sencillamente: “Nada más se puede pedir, porque el pueblo no sabe leer”.

Aquí vale, como en todo, atender a las estadísticas. La Biblioteca Nacional con todo su hermosos edificio, con sus amplias salas, su ambiente apropiado y su valiosa riqueza bibliográfica, tiene un promedio diario de 130 lectores o visitantes. En el año de 1951, última estadística completa, la Biblioteca Nacional tuvo muchos visitantes menos que en 1950 y menos también que en 1947.

La biblioteca del Concejo Municipal, también muy rica, en el año de 1951 tuvo un promedio de 30 lectores diarios. Y una de las principales bibliotecas populares, la del barrio Modelo del Norte, registró un promedio de 13 lectores al día en el mismo año de 1951.

Los índices de la estadística acusan verdades perogrullescas pero que, a pesar de todo, llaman la atención, porque son algo así como la confirmación de sospechas. Así, aunque la observación parezca simple en exceso, no está de más decir que el mes de diciembre, siempre, es el de menos visitantes para las bibliotecas públicas, y que la época de mayor concurrencia va de junio a julio. Las obras más solicitadas son las de literatura, en general, y de derecho y ciencias sociales, y las de menos pedido son las de filología y religión.

Los anteriores datos, a pesar de su frialdad estadística, son necesarios para hacerle ambiente a la presentación de la biblioteca o salón de lectura de Magdalena Morales, biblioteca que, no obstante ser tarifada o taximetrada, cuenta con más concurrencia que las bibliotecas populares.

Magdalena tiene cuatro hijos, una tienda, dos docenas de libros y unos centenares de revistas. En la tienda hay dos mesas rodeadas de banquetas, que, cuando los bebedores de cerveza y de puro las dejan libres, son ocupadas por los lectores de Vargas Vila o del Conejo de la Suerte, del Capitán Marvel o de Arturo Suárez.

El establecimiento de Magdalena es una tienda de esquina, una esquina cualquiera de los populosos Barrios Unidos del Norte, y así como en la puerta se disputan la oportunidad de exposición o “reclame” las escobas y las revistas de colores, en el interior se reparten el espacio los bultos de papa, las canastas de cerveza y las mesas de lectura y de bebida.

La Pequeña Lulú, personificación de la precocidad infantil de estos tiempos, y El Pájaro Loco, aventuras y ocurrencias absurdas, son las revistas que hacen las delicias de la chiquillería que ha pasado ya del primer año escolar.

El Capitán Marvel, en su lucha con fantásticos dinosaurios, se apodera de la atención de los chicos de 12 años, muy aficionados también a los Héroes del Oeste, cow-boys y pielesrojas.

Los “piernipeludos” poco se interesan por Tarzán y en cambio se apasionan por Frentes de Guerra o por El esforzado Joe Palooka. Algunos de ellos se aventuran también en la lectura de novelas de la Biblioteca de Oro o de Amor y Crimen.

Obreros de overol, con las uñazas negras y las manos curtidas por la arena y la cal, a la hora del reposo, de las cinco de la tarde en adelante, ocupan un banquito de la tienda de Magdalena y se entregan a leer las aventuras del Conejo de la Suerte o las revistas de “tiras” terroríficas. Cuentos de Brujas es una de las revistas más solicitadas por los lectores de todas las edades.

“¡Hace diez años que vivo dentro de esta espantosa máscara de hierro; en diez años no he visto ni sentido mi rostro! Durante ese tiempo he tenido por compañeros sólo a las ratas y los murciélagos que comparten mi celda. Y todo por un crimen que jamás cometí. Y ahora van a librarme; nuevamente seré un hombre, un hombre con rostro… Casi tengo miedo de verme la cara…”.

“En el exterior se escuchó el tintineo de un manojo de llaves…”.

Y la calidad terrorífica de la narración se manifiesta en las contracciones musculares del rostro del lector.

Terminada la lectura, el hombre de overol echa una mirada en torno suyo, se reconforta con la presencia de los bultos de papa, de las canastas de cerveza, de las velas de sebo y de las libras de chocolate. Regresa del absurdo mundo en que se metió durante 15 minutos, paga cinco centavos a Magdalena por la lectura de la narración terrorífica y se aleja silencioso, en plena digestión. No faltará por ahí quien le soporte una acomodaticia reconstrucción de la aventura leída en la tarde. Y él mismo, acaso, demorará en conciliar el sueño, y a la oportunidad siguiente preferirá, a manera de sedante, las travesuras del Conejo de la Suerte.

Aunque también es peligrosa, según lo hemos podido apreciar personalmente, la lectura de las aventuras del Conejo. Es bien extraño, pero es así. En meses pasados, en tres casos de suicidio, con el cadáver apareció un ejemplar de la revista El Conejo de la Suerte. Es verdad que el Conejo, a veces, se encuentra sin dinero, y que en el ir y venir, de engaño en arana y de comida en almuerzo, se ve en graves dificultades y acaba por presentarse ante su público con una reja de cárcel de por medio, pero, francamente, no es para tanto. Es inexplicable que el Conejo de la Suerte haya incitado tan repetidamente al suicidio, pero esta es la realidad. Un hombre, hace tres meses, se arrojó al paso de un tren en las cercanías de la Estación Central de los Ferrocarriles, y entre los despojos de su humanidad y de sus ropas los funcionarios investigadores encontraron la revista del Conejo, manchada de sangre. Y otro tanto ocurrió con uno que tragó cianuro y con otro que se cortó las venas. Pero dejemos esto al estudio de los psiquiatras, y volvamos al salón de lectura de Magdalena.


Cinco centavos pagó el hombre de overol por la terrorifíca lectura de La Máscara del Crimen, y esa es la tarifa para todas las revistas que Magdalena alquila. A veces, los lectores ponen en juego un sistema cooperativo, y de esta manera pueden leer doblemente por el mismo precio. Cada uno toma una revista en alquiler, y cuando ambos terminan, las cambian. Esta operación, naturalmente, se procura hacer sin que la dueña de la “biblioteca” se dé cuenta, porque, en realidad, constituye un fraude.

Las aventuras de serie, tan apasionantes como El Halcón Negro, no siempre están completas, y el lector interesado se lamenta de haber perdido el hilo. Magdalena, entonces, mediante el pago de un pequeño suplemento, ofrece una sinopsis verbal, porque ella no deja de leer ninguno de los cuadernos.

Menos numerosos pero no escasos son los lectores de novelas. Algunos van a leer a la tienda, mientras que otros, mediante la consignación de una “finca”, se llevan el libro para leerlo en casa. Son novelas románticas, en su mayoría, o de crímenes. Los libros preferidos son los de la Biblioteca de Oro, y entre los autores nacionales son los más cotizados Vargas Vila y Arturo Suárez. Flor de Fango y Rosalba, dentro de la biblioteca pública de Magdalena, son dos auténticas joyas bibliográficas. Los secretos románticos tienen gran demanda.

No a todos les interesa el periódico tanto como para comprarlo diariamente, ni todos pueden permitirse esta carga presupuestal permanente. Pero Magdalena difunde las noticias con el alquiler de los diarios. El carpintero del frente o el zapatero de la vuelta oyen por ahí entre los vecinos el comentario de algún acontecimiento, y para satisfacción de su curiosidad, así como para poder estar al día en información, toman un periódico en alquiler, y a trancas y a mochas leen la crónica del asesinato de la anciana, del suicidio de la copera o del asalto a mano armada.

Hay un mercado movidísimo en la tienda de Magdalena, de venta, compra y cambio de revistas y novelas. Se compra una revista por 15 centavos y se vende en 30. Los muchachos cambian al Capitán Marvel y al Pájaro Loco por su paquetico de Charms, o con tres tapas de gaseosa premiadas compran a Dick Tracy o al Esforzado Joe Palooka.

Porque los estudiantes prefieren el fragoroso ambiente del café para prepararse a exámenes, puede explicarse el éxito de la “sala de lectura” de Magdalena Morales. En efecto, en la tienda se instalan los lectores sin que les moleste el radio a gran volumen ni las discusiones exaltadas de los consumidores de cerveza les interfieran la lectura del Halcón Negro. Para ellos sería peor el ambiente silencioso, porque se oirían a sí mismos el tartamudeo de su inexperiencia.

No todo, como ya lo hemos visto, es cerveza, libras de chocolate, jabón y velas en la tienda de la esquina. Allí hay lo que se llama “actividades culturales”. Y no todo, en cuanto a esto último, es lectura de revistas mexicanas de aventuras o de novelas de amor y de crimen. Porque las actividades culturales van más allá. Un memorialista de los que ya no se consiguen aprovecha el ambiente, la clientela y las mesas para encargarse de escribir cartas de amor. En un rincón, a ciertas horas, cuando la tranquilidad es mayor en la tienda, se instala el intérprete de los líos sentimentales. Escucha atentamente, con severidad de confesor, la cuita del día. La interesada, casi siempre una criada rolliza, entre una y otra asomada a la puerta y mientras hace un moño con una punta del delantal, nerviosa y sonrojada, le da los datos al memorialista. Terminada la carta, antes de hacerle el doblez de abrazo, con solemnidad pero en tono menor, el escribano lee la misma, recauda su estipendio y paga los derechos de sala a Magdalena. Aunque de menor movimiento que la lectura de revistas y novelas, es innegable que ésta, la del memorialista, es otra actividad eminentemente espiritual, de las que hallan asilo en la tienda de esquina, entre los bultos de papa y las canastas de cerveza.

Si en el salón de lectura de la tienda de esquina se llevaran estadísticas, bien fácil sería demostrar que, a pesar del recaudo de derechos, la “biblioteca” de Magdalena tiene un más alto promedio de lectores que algunas de las bibliotecas oficiales, cuyo movimiento, en cifras, dimos a conocer al comienzo de esta crónica.

Y si Magdalena llevara contabilidad separada y no revolviera en una sola caja la utilidad que le deja el alquiler de novelas y revistas con la proveniente de la venta de masato y ovillos de cabuya, merengues y esponjas metálicas para limpiar las ollas, paquetes de fideos y escobas, podría demostrar que su sala ofrece mejor rendimiento económico que algunas de las galerías de arte.

La tienda de Magdalena, en fin, es algo así como un Café Automático de ruana y alpargatas, y, sin que ella misma se haya dado cuenta, la dueña de ese tenderete de esquina está fomentando, en una pequeña zona popular, la costumbre de leer.

EL HOMBRE DE OVEROL ECHA UNA MIRADA EN TORNO SUYO, SE RECONFORTA CON LA PRESENCIA DE LOS BULTOS DE PAPA, DE LAS CANASTAS DE CERVEZA Y DE LAS LIBRAS DE CHOCOLATE.

Por Felipe González Toledo / 30 de agosto de 1953

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