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Las confesiones de Rafael Picciotto

A sus 89 años, el principal socio de la Viña Undurraga rememora la historia que dio inicio a su negocio.

Vanessa de la Torre / Washington
14 de julio de 2010 - 10:16 p. m.

Rafael Picciotto espera en el lobby del Hotel Jefferson, en Washington, D.C., una ciudad que visita con frecuencia. Lo anima la música de jazz de fondo, que le gusta tanto como el tango, la clásica y los cantos gitanos españoles. Esta tarde dice que tiene todo el tiempo del mundo. Acomoda su camisa Brioni y sus gafas Cartier mientras invita a una copa de vino tinto. “Aliwen, de Undurraga, te lo recomiendo”, dice. Llegan dos. “Cuénteme algo que no le haya contado a nadie”, le pido. Se echa a reír.

Es un gran conversador, tiene una memoria prodigiosa y no duda en afirmar que Undurraga le da la satisfacción del deber cumplido. El año pasado uno de sus vinos, el Sauvignon Blanc de Lo Abarca, cosecha 2008, recibió en Londres el premio al mejor de su especie entre 10.285 vinos de todo el mundo. “Es, tal vez, la máxima satisfacción que he tenido en mi vida”, afirma orgulloso “don Rafa”, como le dicen sus amigos. “Imagínate, si estás en un negocio de vinos en Chile y tu vino lo califican el mejor del mundo entre los franceses, los italianos, los sudafricanos, los australianos, todos… es una gran felicidad”, dice emocionado.

Undurraga es reconocida como una de las bodegas más competitivas del mundo, pero hace 25 años, cuando Picciotto adquirió un importante porcentaje de esta viña, sus condiciones eran otras, tanto, que sus asesores le aconsejaron no meterse en el negocio. No hizo caso. “Vi la oportunidad de desarrollar, de hacer”, explica. De la mano de Alfonso Undurraga, su socio de aquel entonces, sacó la viña de la quiebra y la convirtió en lo que es hoy.

A sus 89 años, Picciotto tiene una energía contagiante. Es curioso, bondadoso con su tiempo y mientras habla, va mezclando sus anécdotas con opiniones políticas y muchas preguntas. Le recuerdo que hoy soy yo quien las hace. Ríe y me dice: “Bueno, te voy a contar entonces la historia que quieres saber”.

Su padre, Isaac Picciotto Shaio, fue un negociante que vivió en Estados Unidos, Italia, México, Inglaterra, Manchester y Guatemala, donde se radicó para dedicarse a la importación de textiles. En este último país fue donde nació Rafael Picciotto, quien creció en el Reino Unido. Llegaron a Colombia durante la primera mitad del siglo pasado buscando nuevos negocios. Fue en Bogotá en donde fortalecieron su industria textil: “Un día importamos mil metros de una tela a cuadros de tres pintas. Uniformamos a toda Colombia, hicimos muchísimo dinero”, recuerda Picciotto, quien agrega que también tuvieron una empresa de metalmecánicos y una agencia de publicidad.

Tenía un poco menos de 30 años cuando conoció a Pedro Domecq, cuyo brandy ya era toda una institución en Europa. “Era famosísimo, en España era el número uno”, recuerda. Corrían los años 50 y Domecq viajaba por Bogotá y otras capitales de América Latina revisando las ventas de su licor. Pero en Colombia, incluso dos años después de que
Picciotto empezó a distribuir el brandy, el negocio no despegaba.

“Rafael, no vamos a ninguna parte, te hace falta publicidad”, le dijo don Pedro Domecq y le aportó dinero para invertir en radio.  Tampoco funcionó. “Pasó el año y vendimos poco”, recuerda. Estaba preocupado y desmotivado. Pero Domecq seguía confiando en él y, contrario a cualquier pronóstico, en su siguiente viaje a Colombia le hizo una propuesta inesperada: “Hagamos una sociedad”, le dijo. “¿Yo, sociedad?”, contestó Picciotto. “Imagínate, yo una sociedad con don Pedro Domecq. No tenía con qué”, dice emocionado. “Yo te financio”, insistió el empresario. “Yo pongo el capital  y tú después me pagas”, agregó. “¿Y si no funciona con qué te pago?”, preguntó Picciotto, de 32 años. “Ese es problema mío y no tuyo”, argumentó el español. Y así se hizo la sociedad en marzo de 1954, la única que tuvo don Pedro Domecq en su exitosa historia de brandy español para el mundo. “Era un visionario; yo hoy no lo puedo explicar”, recuerda Picciotto con sinceridad. 

Fueron buenos amigos y grandes socios. El joven Picciotto aprendió a vender brandy de tienda en tienda, a dar créditos y poco a poco devolvió con creces la confianza depositada. Hasta que llegaron tiempos difíciles para la economía colombiana. El negocio se vino al suelo y se vio obligado a contarle a don Pedro Domecq lo que no quería. “Estamos quebrados”, anunció un día. La respuesta fue inesperada. “¿Aprendiste la lección, Rafael?”, le preguntó. “Sí. En Latinoamérica no hay que endeudarse en divisas extranjeras”, contestó Picciotto, y suelta otra de sus risotadas monumentales.

Es divertido. Tiene un amplísimo repertorio de historias que va hilando con humor y despreocupación. Sonríe con la certeza de que a sus años ha hecho lo que ha querido y goza del respeto, la admiración y el cariño de quienes lo conocen. Ha sido bailarín de flamenco, cantante de operetas, amante de los toros y, sobre todo, tomador de buen vino. “Mis preferidos son los Founder’s Collection, Carmenère y Cabernet Sauvignon”, dice. De Undurraga, por supuesto.

Volvamos a Domecq. La quiebra fue superada y en adelante creció en Colombia, posicionando en el complejo mercado de los licores lo que Picciotto califica como “uno de los destilados más finos”: su Brandy Domecq. Años después, en busca de nuevos negocios, se convirtió en el representante de Undurraga en el país y en 1987, cuando esta bodega pasaba por momentos difíciles, sus propietarios le ofrecieron volverse socio. Eran años de mucha violencia en Colombia. Picciotto quería salir de Colombia y Chile le estaba abriendo las puertas. Se volvió el principal socio capitalista de Undurraga y se dedicó a hacerla crecer.

Pero en 2005, Alfonso Undurraga, el mismo que le propuso comprar parte de la viña 20 años atrás, le pidió que acabaran la sociedad. “Tú y yo ya no nos entendemos”, le dijo. Ahí comenzó un proceso que la prensa chilena registró mientras Picciotto guardaba silencio. Un asunto que concluyó con la llegada de un nuevo accionista –José Yuraszeck– y la salida de los Undurraga del negocio. Picciotto se limita a decir que tuvieron diferencias en cuanto a la administración.

Hoy, amigos y socios, los Picciotto y los Yuraszeck han preparado a Undurraga más que nunca para los retos del futuro. Sus vinos están siendo premiados. Picciotto sigue al pie de la empresa, revisa su correo electrónico diariamente (y responde), se lee los periódicos locales, participa en las reuniones del Directorio y consulta con sus hijos, Daniel y Mauricio, todas las decisiones. “Sería un idiota si no lo hiciera. Son muy preparados”, afirma mientras sonríe plácido al lado de su esposa Jeannette. “Me aguanta demasiado”, asegura y suelta una carcajada más.

Por Vanessa de la Torre / Washington

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