Hace 11 años, motivados por la clase de comunicación para el desarrollo de la Universidad de la Sabana, cinco periodistas en ciernes llegamos a los Altos de Cazucá en Soacha (Cundinamarca). Que recuerde, en aquella clase nunca escuché términos como innovación, tercer sector o emprendimiento social, y nuestras herramientas teóricas para enfrentarnos al barrio —en ese entonces el mayor receptor de desplazados en Colombia— eran los consejos de nuestra profesora, María Fernanda Peña, quien insistía en que nuestra pasión y creatividad podrían ser buenas vías para trabajar con las comunidades.
Nuestro primer diagnóstico en Cazucá fue que el exceso de tiempo libre que tenían los niños debido a la escasa oferta escolar y la ausencia total de actividades extracurriculares los hacía vulnerables a conformar pandillas, ser reclutados por grupos armados, tener embarazos tempranos o caer en el alcoholismo y la drogadicción. Perdidos en esa Colombia triste y desalentadora, pusimos un balón de fútbol en medio de un tierrero con el único objetivo de sacar una sonrisa en los niños. Para nuestra sorpresa, ese balón no sólo se convirtió en el punto de encuentro de muchos niños y niñas, sino también en el de sus padres afros, paisas, emberas y costeños, que ahora, con la excusa de llevar a sus hijos a un entrenamiento, encontraban una manera de relacionarse y dejar atrás los miedos y las heridas que causa la guerra.
Un sábado cualquiera, mientras realizábamos nuestra terapia futbolera, aparecieron unos “scouts” de la FIFA buscando fundaciones que trabajaran el fútbol como modelo de desarrollo en Latinoamérica. Alguien les habló de nosotros y allá estaban, dispuestos a compartir una metodología innovadora que le daba más sentido a nuestro trabajo, porque buscaba generar valores y habilidades para la vida en los niños mientras jugaban fútbol. Con reglas y acuerdos que los participantes pactan y nuevas normas, como jugar en equipos mixtos y excluir a los árbitros, esta red, llamada Street Football World, había logrado disminuir la violencia infantil en países de Europa, unir a niños de Israel y Palestina y prevenir el sida en África, entre muchos otros ejemplos. Ahora, en Cazucá, buscaba prevenir el reclutamiento forzoso y sobre todo enseñarnos que los emprendimientos sociales se nutren de compartir día a día experiencias, crear redes que fortalezcan los proyectos y aprovecharse de conceptos tan básicos como el fútbol para satisfacer necesidades que por años el Estado no ha podido suplir.
Así nació Tiempo de Juego, como bautizamos la fundación, y guiados por la experiencia de nuevos voluntarios, aliados y cooperantes que logramos atraer, comenzaron a florecer de nuevo el talento y la capacidad de una comunidad dispuesta a satisfacer las necesidades que se presentaban.
Como algunos niños tenían preferencia por otros deportes, se abrieron espacios de atletismo y baloncesto. Como otros tenían intereses diferentes al deporte, se implementaron también programas culturales, y a todas las actividades migró la metodología de pactos y acuerdos. Así, aumentaban cada semana los participantes y con ellos las necesidades de espacios, canchas y refrigerios. La solución a esas necesidades fue satisfecha gracias a que la comunidad sentía propio el proyecto y capaz de resolver los problemas. De esta manera, por ejemplo, nació la panadería La Jugada, donde hoy, 11 años después, se emplean madres cabezas de familia que preparan los 8.000 refrigerios semanales que consumen sus hijos cuando asisten a más de 30 actividades artísticas y deportivas que ofrece la fundación. Los 2.500 uniformes que viste ese número de niños que hoy asisten a Tiempo de Juego los diseñan y confeccionan los mismos jóvenes desde el taller de “screen” Póngale Color. Y quizás el ejemplo más diciente nació en el momento en que se necesitaron nuevos entrenadores y fueron los mismos jóvenes los que se capacitaron para hacerlo. Así se transformó el imaginario de liderazgo y ahora los menores sueñan con ser esos entrenadores que viajan por el mundo, estudian en la universidad y son la columna vertebral de una fundación seria y robusta, y ya no los pandilleros de motos y armas.
La metodología tuvo tanto impacto que agentes del Estado, empresas y ONG buscaron a Tiempo de Juego para transferirla a diferentes lugares de Colombia. De esta manera hemos conocido muchos emprendimientos, empresas y fundaciones que buscan ofrecer de una manera creativa alternativas de desarrollo a sectores necesitados, priorizando siempre la voz y los intereses de las personas. Esos proyectos, sin duda, han despertado la esperanza y la confianza de las comunidades y desde su labor diaria presionan al Estado para que priorice la inversión social. Pero, más allá de eso, han permitido que estos territorios tengan acceso a ideas transformadoras —como le sucedió a Cazucá—, que por las brechas sociales de nuestro país nunca hubieran conocido.
Por la coyuntura que vive Colombia, la responsabilidad y la pertinencia de los emprendedores sociales seguirán jugando un papel primordial para ganarle la partida a un posconflicto que pinta largo, sangriento y doloroso. Y la pasión, inmersa en la mayoría de los emprendedores, será el motor para seguir generando proyectos ambiciosos e innovadores que nos devuelvan la fe y la confianza en nosotros mismos.
*Creador Tiempo de Juego