El problema de Facebook… y el nuestro

El debate no es acerca de la conveniencia de la tecnología, sino la forma como se construye ésta, bajo qué parámetros, cómo se diseña. En esta discusión también entra la responsabilidad de las personas y los usos que le dan a las herramientas digitales

Thomas L. Friedman / The New York Times
29 de marzo de 2018 - 03:24 p. m.
Getty Images
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Actualmente hay tantas noticias que es difícil definir una como más importante que otra. Sin embargo, para mí, la historia más trascendente de los últimos días fue que un vehículo autónomo de Uber —con un conductor humano de emergencia tras el volante— atropelló y asesinó trágicamente a una mujer en una calle en Tempe, Arizona.

No pude sino mirar esa historia tan perturbadora y decir: bienvenidos a la segunda vuelta, la segunda entrada de uno de los grandes avances tecnológicos del mundo, cuyas implicaciones apenas comenzamos a entender.

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Primero, reconozcamos una cosa: la primera vuelta fue asombrosa.

Estuvo llena de promesas, descubrimientos y portento. A principios de la década de 2000, un conjunto de tecnologías se materializaron en plataformas, redes sociales y software que volvieron la solución de problemas complejos y la conectividad rápidas, prácticamente gratuitas, fáciles para ti, ubicuas e invisibles. De pronto, más individuos podían competir, conectarse, colaborar y crear con otras personas, de más maneras, desde más lugares, por menos dinero y con mayor facilidad que nunca antes. ¡Claro que fue un éxito!

Nos convertimos en cineastas y reporteros; iniciamos revoluciones políticas y sociales desde nuestra sala de estar; nos conectamos con familiares y amigos que ya no frecuentábamos; encontramos respuestas de preguntas viejas y nuevas con un solo clic; buscamos todo, desde parejas hasta noticias, instrucciones y almas gemelas con nuestros celulares; expusimos a dictadores y nos convertimos en marca. Con tan solo tocar nuestro celular, pudimos llamar un taxi, dirigirlo, calificarlo y pagarlo… o rentar un iglú, calificarlo y pagarlo en Alaska.

Pero ahora, también repentinamente, nos encontramos en la segunda vuelta. El vehículo autónomo genial asesinó a un peatón; la plataforma genial de Facebook permitió que los troles rusos nos dividieran y llenaran nuestra vida pública de noticias falsas; el gobierno totalitario detestable aprendió cómo utilizar las mismas herramientas de reconocimiento facial con las que puedes facilitar tu paso por un control aduanal para poder identificarte entre una multitud y arrestarte.

Además, Mark Zuckerberg, quien prometió conectarnos a todos —y que además sería algo bueno— apareció en la portada de la revista Wired, con el rostro lleno de cortes, golpes y vendajes, como si lo hubieran apedreado. No fue el único. En la segunda vuelta, comenzamos a sentirnos apaleados por las mismas plataformas y tecnologías que han enriquecido, empoderado y conectado nuestras vidas.

Silicon Valley, tenemos un problema.

¿Qué se puede hacer? Para problemas como este, me gusta consultar a mi profesor y amigo Dov Seidman, director ejecutivo de LRN y autor del libro “How: Why How We Do Anything Means Everything”, quien ayuda a empresas y líderes a generar entornos éticos.

“El espíritu de la primera vuelta consistió en que cualquier tecnología que abre más al mundo para conectarnos o nos ofrece más equidad dándonos poder individual, debería ser, por sí misma, una fuerza del bien”, comenzó Seidman. “Sin embargo, en la segunda vuelta, estamos entendiendo la realidad: hacer el mundo más abierto y equitativo no depende de las tecnologías en sí. Depende de cómo se diseñan las herramientas y cómo decidimos usarlas. La misma tecnología asombrosa que permite que las personas forjen relaciones más sólidas, que fomenta comunidades más cercanas y que da voz a todos también puede generar aislamiento, envalentonar a los racistas y empoderar a los acosadores digitales y a los agentes impíos”.

También es importante señalar, agregó Seidman, que “estas herramientas de conexión valiosas y sin precedentes” se están usando con precisión y potencia “para atacar las bases que le dan poder a la democracia, le dan dinamismo al capitalismo y mantienen saludables a las sociedades: es decir, la verdad y la confianza”.

Han comenzado a utilizarse “para atacar nuestros valores personales, nuestra privacidad y nuestro sentido de identidad”, dijo Seidman: “Una cosa es usar nuestros datos para tener mejores experiencias de compra, pero cuando mis creencias y actitudes son extraídas y manipuladas para la campaña política de alguien, una campaña que podría ser la antítesis de mis creencias, se convierte en algo profundamente dañino y desestabilizador”. ¿Entonces qué hacemos? “Precisamente porque estamos ante el comienzo de una revolución tecnológica con un camino largo, incierto y cambiante en el futuro, debemos hacer una pausa para reflexionar acerca de cómo está cambiando nuestro mundo, modificado por estas tecnologías, así como para sopesar el tipo de valores y liderazgo que vamos a necesitar para cumplir con sus promesas”.

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Los valores son más vitales que nunca, insistió Seidman. “Puesto que los valores sustentables nos anclan en una tormenta, y porque nuestros valores nos impulsan y nos guían cuando nuestras vidas están profundamente perturbadas. Nos ayudan a tomar decisiones difíciles”. Las decisiones difíciles abundan porque ahora todo está conectado. “El mundo se conecta. Ya no hay lugar para quedarnos a un lado y declararnos neutrales, ni para decir: ‘Solo soy un empresario’ o ‘Solo soy una plataforma’”.

Eso es inaceptable.

En el mundo conectado, dijo Seidman, “los negocios ya no son el único asunto de interés para las empresas. La sociedad también es ahora un asunto de interés para las empresas. Por lo tanto, hoy en día son ineludibles las consecuencias de la manera en que te responsabilizas o no de lo que permite tu tecnología o sucede en tus plataformas. Esta es la nueva expectativa de los usuarios —la gente real— que les han confiado una parte tan grande de sus vidas privadas a estas poderosas empresas”.

The New York Times

Por Thomas L. Friedman / The New York Times

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