Ted Chiang, creador de microcosmos sobre una mesa

Desde la ciencia ficción, los relatos de este escritor ponen en cuestión la utilidad de Dios o las matemáticas, así como la relación del hombre con la tecnología y el progreso derivado de la ciencia. Un escritor imperdible.

Felipe López
14 de febrero de 2017 - 03:00 a. m.
Amy adamas protagoniza la película "La Llegada". / Cortesía - Sony Pictures
Amy adamas protagoniza la película "La Llegada". / Cortesía - Sony Pictures

Hilalum se dirige a lo más alto de la torre para excavar. Hay algo que no es natural en ello, piensa. Llegar arriba puede tomarle mes y medio a un hombre que suba sin una carga a cuestas, pero “pocos son los hombres que suben con las manos vacías; el ritmo de la mayoría se ve bastante reducido por la carreta cargada de ladrillos que tiran tras de sí. Cuatro meses transcurren entre el día en que se carga un ladrillo en una carreta y el día en que se retira de ella para que pase a hacer parte de la torre”. Abajo van quedando los cuerpos celestes. El sol ya no ilumina desde lo alto sino bajo sus pies; las estrellas son pequeñas esferas ardientes que corren a velocidades increíbles para rodear el mundo.

Así conocieron los lectores a Ted Chiang en 1990 y así lo encuentra quien toma por primera vez su libro La historia de tu vida (2002), cuyos ocho cuentos, que componen casi la mitad de su obra, escrita a lo largo de 26 años, se encuentran en orden cronológico. Chiang es un apresurado despacioso que escribe y publica cuentos serenamente, cuando la satisfacción con los resultados se lo permite, mientras el mercado a su alrededor, en un mundo que, curiosamente, tiene tanta prisa que prefiere leer novelas, las exige de gran aliento o en series de varios volúmenes. Pero, en realidad, ¿cuántas páginas hacen escritor? ¿Cuántas debe acumular para que nos decidamos a concederle ese título? Nuestra avidez es otra cosa.

Como muchos lectores de ciencia ficción, Chiang, nacido en 1967 en el estado de Nueva York (Estados Unidos), llegó al género gracias a Isaac Asimov y Arthur C. Clarke, a quienes imitó debidamente en el principio. Como algunos, se quedó en él cuando descubrió a autores como Gene Wolfe y John Crowley, y aprendió de ellos las posibilidades que tenía esta forma de la literatura si no se detenía en las ideas y exploraba los alcances del lenguaje. Sus textos, dramatizaciones de conceptos filosóficos, experimentos mentales con puntos de partida aparentemente sencillos y ramificaciones inesperadas, hacen pensar en Kafka, Borges, Lem, Calvino, incluso un Stapledon contenido.

Ese primer cuento se titula La torre de Babilonia y es un eco de El nacimiento del Eje y El final del Eje, del escocés Alasdair Gray, quien calificó los suyos como “expansiones decorativas” de La construcción de la muralla china de Kafka. Algo hay de ello en esta nueva versión de Babel, centrada con meticulosidad kafkiana en la construcción del monstruo arquitectónico y sus implicaciones, aunque dejando de lado el mito. No asistimos a la confusión de las lenguas pues esa, irónicamente, es una historia para otro tiempo y otras gentes. Tenemos noticia, en cambio, de las generaciones de albañiles que habitan el edificio, de sus formas de sustento, de gentes que nunca han conocido el suelo y nunca lo harán, de los materiales usados en la construcción, de la forma como el mundo está hecho: Chiang adopta un cosmos conformado según la visión babilónica e imagina juiciosamente su realidad.

Una estrategia similar, con resultados totalmente diferentes, utiliza en Setenta y dos letras (2000), El infierno es la ausencia de Dios (2001) y Exhalación (2008). En el primero de ellos, la Revolución industrial llega por medio de la producción en masa de golems que hacen todos los trabajos que en nuestro mundo les correspondieron a las máquinas de vapor, y otros más delicados. Teorías científicas hoy refutadas, como la preformación y la generación espontánea, conviven con las leyes de la termodinámica.

En el segundo, la existencia objetiva de Dios anula la necesidad de la fe, y las manifestaciones de sus ángeles, que se predicen como si se tratara de fenómenos meteorológicos, tienen consecuencias catastróficas y a la vez positivas, pues quien muere durante una de ellas tiene garantizada la entrada al paraíso, que es un lugar real, o mejor, un lugar con el mismo valor ontológico que el mundo terrenal dentro de la ficción.

En el tercero, un científico miembro de una civilización de seres mecánicos cuya energía proviene del aire (argón) descubre la entropía y lo que su llegada supone para la existencia de su mundo cerrado. Con todos estos cuentos, Chiang busca llevar al extremo premisas fantásticas, pero la manera que elige para presentar y entender los mundos en los cuales ocurren, junto con los efectos de aquello que los hace distintos del nuestro, es la disciplina del narrador de ciencia ficción.

Ese rigor, sin embargo, no supone la frialdad cerebral de un ejercicio científico más bien platónico. La idea que dio origen al cuento La historia de tu vida (1998), por ejemplo, era de tipo narrativo (usar una estructura no lineal) y filosófico (qué decisión tomaríamos si conociéramos de antemano sus consecuencias), pues, como Chiang reconoce, la hipótesis lingüística que sustenta esta historia (Sapir-Whorf) ha sido refutada. En ese sentido, sus cuentos pueden ser prueba de que, como sugiere el escritor Samuel R. Delany, la ciencia ficción es la forma de la literatura que recurre a la ciencia para ampliar su horizonte estético.

Hoy, gracias justamente al cuento que da título a su libro, lo ha tocado el viento de otra fama: La historia de tu vida es la base de la película La llegada (Arrival), protagonizada por Amy Adams y con ocho nominaciones a los premios Óscar, entre ellas mejor película y mejor guion adaptado. El relato trata un tema clásico de la ciencia ficción: el contacto con una inteligencia extraterrestre, que tanto en letras como en imágenes ha sido agotado sin piedad, pero que en Chiang se renueva. 

En esta historia, la narradora y protagonista le cuenta a su hija de la llegada de los extraterrestres a la Tierra y su trabajo como lingüista en la comprensión y el desciframiento del lenguaje alienígeno, lo cual altera su percepción del tiempo. Parte de su encanto responde a la elección apropiada de la segunda persona, admitido coco narrativo, y el tiempo futuro en buena medida, así como a la delicada minuciosidad con que las diferentes piezas encuentran sus espacios.

En su constante mazdeísmo entre la acción y el drama, Hollywood debió prescindir de la mayoría de los datos científicos que equilibran el cuento y evitan que caiga en la mera tragedia, y en su lugar reforzó esta última y agregó explosiones y soluciones apresuradas a una intriga para la cual casi no había suficientes manos que la contuvieran. Por otro lado, su necesidad de ambigüedades transparentes impuso el título de La llegada para recordarnos que la crianza es también una historia de contacto y negociación con una inteligencia extraterrestre.

La obra de Ted Chiang es un deleite para racionalistas autoconscientes, capaces de reconocer un juego basado en los mecanismos del racionalismo, pero no empeñados en que su visión de mundo es un conjunto de reglas infalible. Dios es real, las variaciones de su nombre animan la materia inerte, un lenguaje puede cambiar la estructura del tiempo, lo mismo que una percepción especialmente aguda del mundo, y la inteligencia artificial tal vez se parezca más a los alienígenos pequeños que ya tenemos en casa. Y en esa tensión entre lo extraño y lo familiar puede haber belleza en las explicaciones, cree Chiang.

Si se quiere afirmar que es posible señalar un tema común en la obra de Chiang, ese sería que la relación de sus personajes con los mundos que habitan es la de observadores infinitamente curiosos pero escépticos, que no quieren o no pueden aceptarlos tal como los perciben o los han recibido, ni a la realidad que los describe pero no los representa. En esas aparentes pausas, o vacilaciones, se puede adivinar un reflejo de la actitud de su autor frente a la escritura: un proceso difícil, casi doloroso, pero alentado por el deseo de saber y entender, de narrar y explicar.

Por Felipe López

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