Turismo

Bahía Solano, un cierto paraíso

Lugar de paso de ballenas, esta población chocoana ofrece una versión simple de la vida, mediada por la pesca, la selva y el mar.

Santiago La Rotta
05 de julio de 2013 - 01:52 p. m.
 Un niño camina por la bahía ligeramente desierta antes de que la marea devuelva el mar hasta la costa. / Santiago La Rota
Un niño camina por la bahía ligeramente desierta antes de que la marea devuelva el mar hasta la costa. / Santiago La Rota

Un lugar que se debe enteramente al agua. El mar retrocede puntualmente con el golpe de la marea y deja tras de sí una húmeda estela de pequeños charcos que se alarga varios cientos de metros en toda dirección; un paisaje inquietante, como si el mundo hubiera quedado hecho a medias, una creación intermitente, quizá.

En otro lado del pueblo, el río cobija con su cauce un pequeño muelle en donde se descarga el pescado y hay niños jugando en el agua, al lado de los botes, y risas de hombres que mueven racimos de plátano en canoas de remo. El río proviene de la selva, arriba, en un monte empinado de donde brotan arroyos que entre tanta vegetación parecen hechos de verde.

Sin avisos ni advertencias, el aguacero se desgaja con una violencia inusitada; un muro blanco entre el espectador y el horizonte que pareciera levantarse desde la tierra misma. Cada gota castiga el zinc y el acero, trae un rumor de mil notas cuando golpea la madera de los barcos. Y allá lejos se ven dos pequeñas figuras en un bote que saca el pescado. ¿Lo sacarán del agua, lo pescarán en el aire? La duda es válida.

El agua se va con la misma velocidad inesperada y la tierra comienza a calentarse con un abrazo de humedad pesada, rotunda. La música sale de varios lados. La selva continúa con su trajín de alas, chillidos y agudos gritos que denotan la continua muerte y vida que encubren los árboles. En una peluquería alguien baila reguetón. En la esquina opuesta, el crujir del fuego ablanda un puñado de chontaduros. Las cocinas huelen a sierra y pargo. Alguien termina de destazar un plátano en una mesa afuera de una casa.

En un hotel una persona pregunta por las ballenas. “Venga en agosto y puede que las alcance a ver incluso desde su ventana”. Lo dice con cierta indiferencia, el tono de quien se acostumbró a ese pequeño milagro en medio de una tierra prodigiosa, que se ofrece como renovación constante, apenas contenida en las orillas del pueblo y los cables del alumbrado público.

Una versión primitiva del paraíso, lugar para vivir la vida simple.

Por Santiago La Rotta

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