Turismo
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Cuba en dos miradas

La isla de playas doradas y ciudades que quedaron congeladas en el siglo XX tiene tantas caras como visitantes. Crónicas opuestas de una inquietante joya del Caribe.

Juan Camilo Maldonado
09 de agosto de 2011 - 10:00 p. m.

Con agencia de viajes

El primer recuerdo que tengo de Cuba es su aeropuerto de pisos blancos y rayas rojas, el calor denso que lo envuelve a uno como si la atmósfera estuviera hambrienta, y un guía de piel curtida, buena gente, cuyo nombre no recuerdo. Sobre su camisa, amarillo oscuro, resaltaba una leyenda bordada de color rojo que hacía juego con el tono del aeropuerto: Cubatur.

Cubatur es la agencia estatal de turismo en Cuba. La isla, pese a la llegada de Raúl Castro al poder y sus recientes guiños reformistas, sigue siendo comunista. De ahí que sean pocas las empresas administradas por privados, sobre todo cuando se trata del negocio que hoy en día mantiene la isla a flote: el turismo. Desde hace cincuenta años, la agencia Cubatur tiene un papel preponderante en la organización y coordinación logística de los paseos de miles de turistas.

Nuestro guía nos recibe con un rezo de advertencias y prohibiciones: tengan cuidado con los ladrones, no monten en buses públicos, vayan y visiten las áreas demarcacomo interés histórico. Yo había escuchado hablar de un bar legendario, La Casa de la Música, y le pregunté dónde quedaba.

—Señor, no vaya para allá —respondió—, es muy peligroso.

También había escuchado hablar de un barrio de los extramuros habaneros, donde nació la santería, esa inquietante religión sincrética mitad yoruba, mitad católica. Se llama Guanabacoa, barrio de los babalaos (hombres que ofician los rituales) y de la mítica virgen negra, la virgen de Regla.

—No señor, no vaya para allá —respondió—, es muy peligroso.

Llegamos a uno de los enormes edificios que administra la cadena española de hotelería Meliá. Un hotel limpio, algo viejo, pero que busca proveer todos los servicios de un típico hotel de vacaciones caribeñas. No importa si las paredes están algo roídas o los muebles algo viejos.

Ya en el Meliá de La Habana, el turista se enfrenta con un dilema que, en la mayoría de los casos, lo acompañará el resto del viaje: la relación con los locales. Viajar, en gran parte, es conocer otra cultura, y conocerla a través de su gente. Pero desde el momento en que uno pone el pie en el hotel Meliá de La Habana, se abre automáticamente un abismo infranqueable entre el visitante y los cubanos.

 Dotados de todas las comodidades de un hotel de lujo de un país capitalista, los hoteles de Cuba ofrecen bufets deliciosos, con camarones, langostinos, calamares, carnes frías, quesos curados europeos, carnes, pavo y variedad de panes. Comida que de vez en cuando uno que otro mesero introduce disimuladamente en una servilleta de tela y se mete al bolsillo. Con las restricciones al consumo que tiene el sistema en la isla, los locales no pueden ni soñando acceder ni a la alimentación ni a los bienes a los que accede al turista. Así resulta muy difícil establecer relaciones reales con la gente local. Cuando se tiene una etiqueta en la frente que dice “turista”, uno se convierte en el único bien extranjero que le provee la revolución a sus beneficiarios. El turista, a su vez, es puerta de acceso a otros bienes.

Los taxis en Cuba son carísimos. Varios agentes de Cubatur nos insistieron en que no tomáramos bus o ‘guagua’, como los llaman en la isla. Nos decían, como siempre, que era muy peligroso. Un día nos dio por desafiar a los guías de Cubatur y tomamos una. Como resultado, nos encontramos con un mundo real; gente que no está acostumbrada a merodear los hoteles y los centros turísticos viendo a ver cuántos dólares logra sacarle al gringo de turno. Además, nos salió tremendamente más económico que el taxi. Como todo en Cuba, el extranjero y el local están condenados a deambular por realidades paralelas que nunca se juntan.

Siempre y cuando uno se quede caminando por los sitios turísticos demarcados y supervisados por el Estado cubano, el paseo por La Habana resulta tranquilo y encantador. El casco histórico, el Museo y la Plaza de la Revolución, la Fábrica Nacional de Tabacos (ofrece un tour inolvidable), el Hotel Ambos Mundos, donde solía albergarse Ernest Hemingway y en el que probablemente se tomó varios de los mojitos que ahora les venden a los turistas en su nombre.

Sin embargo, creo que la mejor forma de irse con un buen gusto de Cuba es desafiar un poco las reglas que el sistema impone y salirse del cauce. Mis mejores recuerdos de La Habana son, precisamente, aquellos momentos en que desafié alguna de las negativas del guía de Cubatur. En La Casa de la Música, un antro delirante de ritmos sabrosos, me divertí hasta caerme a punta de salsa sabrosa, cortesía de una orquesta de primera categoría comandada por un tal Pachito Alonso. Aún desconozco por qué habría querido el guía de la agencia privarme de tan buen rato. ¿Sería por alejarme de las jineteras (prostitutas jóvenes)?

Lo mismo cuando, cansados de tanto turismo oficial, tomamos un ferry y cruzamos la bahía rumbo a Guanabacoa, “el barrio embrujado”. Allí nos encontramos con un mundo místico e inquietante, con mujeres que leen el tarot y las conchas del caracol, y también con una Cuba cotidiana: la de los hombres que juegan al dominó bajo la sombra o la de aquellos que acuden en masa a tomarse un delicioso guarapo que, a diferencia del colombiano, es un jugo de caña recién exprimido con hielo.

En esa Cuba es frecuente encontrarse con gente que habla en voz baja acerca de la revolución. Gente que mira hacia los lados, por si algún “tira” está escuchando, y luego cuenta historias asombrosas, como aquella que andaba circulando por esos días. En un DVD que se rotaba de mano en mano, se revelaba que Fidel Castro tiene una mansión secreta donde recibe provisiones exclusivas de frutas, verduras y comidas, y por la que fluye un arroyo cuya agua es la única que el líder de la revolución bebe, por miedo a que cualquier otra esté envenenada.

Fidel y la revolución estarán presentes en el viaje como una prueba de cómo un hombre le dio forma a un país como si éste fuera de arcilla. De manos de la agencia oficial, la revolución cantará sus glorias. Fuera de ese circuito, los cubanos hablarán en voz bajita, pero contarán otra historia.

Por Juan Camilo Maldonado

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