Turismo
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Cuba: con mochila

Este viaje a Cuba no incluye ni hoteles, ni guías de turismo, ni horarios de salida. Este viaje es libre. Nos montamos en el bus que elijamos.

Carolina Gutiérrez Torres
09 de agosto de 2011 - 09:59 p. m.

Podemos ir rumbo a los destinos que habíamos previsto desde Bogotá. O improvisar y escuchar el consejo de algún mochilero veterano en la isla, o de un lugareño que repite, con toda convicción, que si usted se tomó el trabajo de venir a Cuba tiene que visitar la Ciudad Museo de la isla —Trinidad, al sur de la provincia de Sancti Spíritus— y la cuna del tabaco —Viñales, en la provincia de Pinar del Río—.

Había dicho que en este viaje no hay hoteles, porque la gran mayoría son costosísimos y tienen la capacidad de aislarlo a uno de la realidad. Tampoco hay hostales tradicionales, porque podría decirse que no existen en el país. En este viaje el hospedaje es en las viviendas de los mismos habitantes de la isla, que cuentan con el permiso del castrismo para arrendar una o dos habitaciones y brindarles alimentación a los turistas.

Una noche puede costar entre 15 y 25 dólares, y además de la cama, el baño, la comida muy típica y muy casera de Cuba —moros y cristianos, cerdo, ropa vieja—, usted tiene la oportunidad de convivir con una familia estrato medio de la isla. De ver televisión con ellos. De escuchar su música. De sentarse en sus mecedoras. De preguntarles por la salud de Fidel Castro y de que le contesten en voz baja —porque las paredes escuchan, porque no es mentira que casi en cada barrio hay un informante del gobierno— que Cuba tiene mucho que agradecerle al Comandante, pero 35 años son suficientes en el poder.

La Habana se recorre en tres o cuatro días. La del centro turístico que alberga a La Bodeguita del Medio, donde Ernest Hemingway sagradamente se tomaba sus mojitos cubanos, y el bar Floridita, que el escritor visitaba siempre para ordenar un daiquiri. Se caminan las calles empedradas rodeadas de casonas recién restauradas, de iglesias, de tiendas. Se ve un atardecer naranja, profundo, inverosímil, desde El Malecón. Pero también alcanzan los cuatro días para visitar las callecitas aledañas al centro turístico y empaparse de la realidad. Aparecen entonces los edificios viejos de cinco y seis pisos con ropa colgando de los balcones, con niños asomados a la ventana, con decenas y decenas de familias amontonadas allá adentro. Se ve gente sobreviviendo con lo mínimo, que es lo que les provee el gobierno.

El quinto día de este viaje ocurre en un bus rumbo a Trinidad, la Ciudad Museo. Son cinco horas de trayecto en un carro cómodo por una carretera en perfecto estado. En la Villa de la Santísima Trinidad se respira un aire más familiar, más tranquilo. Ya quedó atrás la gran ciudad de La Habana donde las diferencias sociales son tan evidentes, tan marcadas.

Ahora estamos en un pueblo de museos y casonas coloniales, de ancianos de sombrero y bastón viendo pasar el tiempo en las bancas del parque principal. Hacia el mediodía el silencio es interrumpido. En un costado de la iglesia, en un patio empedrado, suenan unas maracas y un tres, luego una guitarra, un piano y la voz del cantante.

A partir de ese momento la música no parará. Trinidad se convertirá en la capital del son cubano, de la salsa, de la fiesta que se extiende hasta la madrugada. Toda concentrada ahí, en ese patio con un pequeño escenario, mesas, sillas, y turistas intentando seguirles el paso a los cubanos. Hay que decir también que Trinidad es playa —con un mar azul y verde—, silenciosa, ubicada a unos doce kilómetros de la villa.

La última parada es Viñales. La Cuba del campo. La de cultivos de tabaco, granjas habitadas por campesinos que vigilan las plantaciones, hombres arando la tierra ayudados por bueyes, caballos pastando, vacas parsimoniosas. Un gran valle rodeado de formaciones montañosas únicas en el país —llamadas mogotes—, comparables con la joroba de un dromedario. Esta Cuba es de paseos a caballo y visitas a cavernas. Es la Cuba pacífica, sin afanes. La de tres playas paradisiacas: Cayo Jutías, Cayo Levisa y María la Gorda. Si se tomó la molestia de venir hasta este país, no deje de preguntar por Viñales.

Por Carolina Gutiérrez Torres

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