Turismo

El cristal de la República Checa

A 123 kilómetros de Praga está una fascinante ciudad fría, famosa por su historia, su paisaje, sus balnearios y su licor.

Sergio Silva Numa
16 de julio de 2013 - 05:33 p. m.
El cristal de la República Checa

El corazón de algunos caminantes empieza a batirse, cansado, agotado. Sus pasos son lentos porque saben que al menor descuido la brisa fría que baja desde unos cerros repletos de árboles cacheteará sus rostros hasta dejarlos colorados. Y ellos, que tratan de eludir esa fuerza, de disimular su fatiga, hacen un alto y se tragan unas cucharadas de aire. Pero al hacerlo sienten, seguramente, cómo se cuela por sus sonrisas descuidadas y cómo unas cuantas punzadas perforan sus pulmones. Pero pese a sentirlas como agujas, siguen su marcha. La continúan porque están en Karlovy Vary y saben que tienen poco tiempo. A ese ritmo, quizás, nunca sepan que allí vivió Goethe más de tres años y que Hitler, desde un pequeño balcón, conmocionó a miles, cautivó a un pueblo necesitado de nacionalismo.

Sin embargo, es probable que esos viajeros, de figuras rechonchas y amonadas, no vayan en busca de pistas históricas. Es más: tal vez ni siquiera se asombren con los edificios perfectamente alineados sobre calles limpísimas, ni con un teatro admirable del que cuelga un telón hecho por Gustav Klimt. No. Ellos, como es de esperarse al oeste de República Checa, irán en busca de un chorro de agua caliente, de unos cuantos tragos capaces de curar sus males. Así, desde hace varios siglos, lo han hecho cientos de peregrinos con la esperanza de que los balnearios logren lo que no consiguió la ciencia.

Pero antes de pasar con las vasijas decoradas que venden en todas las esquinas y que se llenan en cualquier grifo decorado, se detienen en uno de los muchos locales diminutos que bordean las avenidas. En la mayoría ofrecen botellas de Becherovka, un trago aromatizado, penetrante y dulzarrón, que es símbolo de la cultura checa. Por fabricarse allí, en Karlovy Vary, el precio es significativamente inferior que en las otras ciudades.

Una de las miles rusas que se han instalado en esta región desde tiempos de la Unión Soviética los atiende dentro de un espacio de no más de dos metros. Su voz es oscura como el lugar de donde habla. Cuando lo hace un tumulto se le mueve en la papada y deja entrever un acento lleno de sonidos guturales que evidencia cierta antipatía; una sequedad desarrollada por una rivalidad secular entre rusos y checos. Sin pronunciar muchas palabras entrega el licor y espera un nuevo cliente. Quizá su molestia se apacigüe cuando vaya a la iglesia rusa o cuando pase frente a la estatua de Karl Marx y añore viejos tiempos.

Hay un lugar donde la apacibilidad de Karlovy Vary se rompe de un tajo, aunque sus pomposas vitrinas traten de demostrar lo contrario. La fábrica de Moser, aquel que ha sido llamado “cristal de reyes” por más de 150 años, es un conjunto de ruidos metálicos, de cuerpos agitados que corren de un lado a otro con vasos y floreros hirviendo. Luego, un trago de cerveza los refresca e impide que dejen de producir lujosas vajillas. Ellos son los que hacen copas, jarras y cualquier cantidad de recipientes que luego son tallados a mano con aleaciones de oro.

Los turistas, desde luego, también van en busca de esas joyas, tal vez con la pretensión de que sus bebidas adquieran un sabor a distinción y riqueza. Así esperan que lo hagan los almacenes que hay en la ciudad, donde se puede comprar una vasija parecida a un cenicero por 265 euros (más de $630.000). En sus ventanales, como muestra de esa elegancia, hay fotografías de la realeza levantando con orgullo esas copas: está el príncipe Felipe acompañado por Letizia, y junto a ellos, en otra imagen, posa, disimulando humildad, el papa Juan Pablo II.

 

* Invitación de la Oficina de Turismo de República Checa

Por Sergio Silva Numa

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