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Entre la aventura y la peregrinación

Ubicado a una hora de Neiva, este ecosistema ofrece uno de los mejores lugares en el país para realizar observaciones astronómicas, camping y caminatas.

Santiago La Rotta
16 de agosto de 2011 - 09:59 p. m.

Son más de 300 kilómetros cuadrados llenos de un silencio rojizo, apenas roto por el aullar de un viento que sopla desde las entrañas de una tierra desgastada y polvorienta, cuya belleza radica en ser una especie de detenimiento en la geografía y el tiempo.


Técnicamente, la Tatacoa no es un desierto, aunque su vasto territorio, que lo convierte en el segundo lugar árido más grande de Colombia después de la península de La Guajira, revela todas las fallas de carácter de este tipo de ecosistemas que seducen con su constante desgaste: la tierra resquebrajada, el polvo, que parece un gran tapete; el aire seco, que con ayuda del sol se convierte en aliento de fuego. La literatura oficial dirá que eso es un bosque seco, pero el terreno grita desierto por todos lados.


Pero no hay que llamarse a engaños. La Tatacoa, con toda su aparente inmovilidad, puede ser un destino de aventura gracias a su atrevida geografía, llena de quiebres, cruzada por caminos remotos, imposibles. Caminos perfectos para un rally, por ejemplo, como el que se celebró a finales de julio y que constituyó la segunda válida de la primera competencia en Colombia de este tipo en contar con aval de la Federación Internacional de Automovilismo. Fueron casi 100 kilómetros de llantas gastadas, vidrios rotos y velocidad suficiente como para reducir los carros a un montón de chatarra comprimida, dorada bajo sol.


El desierto impone condiciones severas. El tránsito a través de él se hace en forma de peregrinación, porque cada curva puede ser una penitencia dolorosa si se maneja en un rally o se recorre a pie para disfrutar la ausencia de todo lo que brinda el paisaje.


En carro, el desierto ofrece un espectáculo inesperado, pues, si se sigue en dirección al límite entre los departamentos de Huila y Tolima, las escarpadas laderas dan paso, casi que en un instante, a campos de arroz planos y verdes: una invasión sin pudor de color reemplaza la escasez del paisaje anterior. En cambio, entrando en el corazón mismo de la Tatacoa, la geografía hace aún más malabares y produce una tierra color arcilla que estalla en cientos de formas irregulares que, miradas en conjunto, son una simétrica danza de voluptuosidades.


Es en esta dirección que es posible encontrar el observatorio astronómico, pues el desierto, gracias a la poca contaminación visual (y a su ubicación geográfica, con pocas lluvias) es un punto ideal para observar la grandeza del firmamento. Es un edificio que, si se mirara a través del calor y el cansancio, pasaría por alucinación con su cúpula plateada erguida en medio de la tierra roja, al borde de un valle que se alarga hasta donde alcanza la mirada.


Desde hace cuatro años se realiza en la Tatacoa la Fiesta de Estrellas, un festival astronómico que durante tres días se dedica a educar y navegar las rutas de las estrellas. La invitación es a que los visitantes lleven su carpa y se preparen para venerar el cosmos desde la cómoda lejanía del desierto. El plan se puede hacer en cualquier momento, no es necesario esperar a la realización de este evento. Se recomienda mirar los reportes del clima para evitar que la lluvia borre el firmamento.


El desierto de la Tatacoa es un lugar que, en el marco más general de las cosas, admite dos tipos de viajeros: aventureros dispuestos a largas jornadas de travesía o una suerte de monjes modernos, en busca de una comunión inmediata con la ausencia de humanidad.

Por Santiago La Rotta

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