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São Paulo a ritmo de samba

Asombrosos bailarines, prodigiosas orquestas y una gran multiculturalidad es lo que se descubre en las noches de esta ciudad de Brasil.

Sergio Silva Numa
07 de junio de 2013 - 11:11 a. m.
En las noches, São Paulo luce tranquila. El caótico tráfico se difumina a las nueve de la noche.
En las noches, São Paulo luce tranquila. El caótico tráfico se difumina a las nueve de la noche.

“Queremos ir a un bar de samba —le decimos al recepcionista del hotel—. Queremos —repetimos exagerando las vocales del español para que aquel moreno calvo y fornido comprenda mejor— algo tradicional”. Él, que parece entender, nos responde en un portugués confuso. Propone llevarnos a un bar de cultura brasileña a las nueve de la noche. Todos, satisfechos de poder entendernos en dos idiomas disímiles, aceptamos con alegría. Estamos en São Paulo, al suroriente de Brasil. Es mediodía y el sol parece morder nuestras espaldas con ferocidad. Las muerde y las lame.

El recepcionista, al que llamaremos Ramón, nos lleva en su carro. Es viernes y el difícil tráfico diurno se ha desvanecido. Los autos, que en horas de la tarde parecían estar estancados en interminables filas, se han difuminado. Ahora fluyen con facilidad por las amplias avenidas de la ciudad más cara de Latinoamérica. Esa ciudad donde es posible encontrar edificios altísimos con lujosos penthouses junto a inmensos caseríos similares a las favelas. Todos, como era de esperarse, advierten a los turistas de sus peligros. Quizás, las muchas personas que se trasladan en helicóptero para ir de una oficina a otra, que no son pocos, logren otear mejor esas asombrosas diferencias, separadas sólo por inmensos muros blancos.

Ramón conduce y para en una calle repleta de bares, de pubs, de esquinas limpias y tragos caros. Es como la Zona Rosa de Bogotá, aunque más amable y menos sórdida, más alegre y menos lastimera. Le decimos —la ecuatoriana, la peruana y yo, colombiano— que eso no es lo que queremos, que de eso hay en nuestros países. Él, deshaciéndose de esos cánones que impiden presentar lugares distintos al turismo, accede.

Arranca y toma un par de atajos. Los faros de luz son cada vez más escasos y las vías más angostas. Se detiene luego de veinte minutos y señala un par de puertas, antes de advertir el paradero donde se debe tomar el taxi y su costo. Dos morenas altas, con vestidos rimbombantes que dejan ver unas piernas delineadas y perfectas, se encargan de cobrar la entrada: 15 reales ($15.000, aproximadamente).

El interior es oscuro. Hay pocas personas que en mesas y sillas de madera vieja toman cerveza. La atracción, desde luego es la gran variedad de caipirinhas. Las hay con sabores, con frutas, sin alcohol y con extraños y lascivos nombres. Pasan los minutos y, de repente, empieza a llenarse ese pequeño bar de piso gris oscuro y paredes adornadas con muñecos de gestos burlescos y muecas hilarantes. Entran negros y blancos, se saludan, se abrazan, sin mostrar, como muchas veces sucede en Colombia, una pizca de discriminación racial. También entran calzando tenis o zapatos de charol, con faldas o vestidos largos, con camisas blancas o camisetas anchas que llegan a las rodillas. Es uno de esos escenarios de multiculturalidad que difícilmente se podrían ver en Bogotá.

De repente, cuando los grados de la cachaza (trago con el que se hace la caipirinha) empiezan a colarse en el cerebro, diez músicos se suben a una tarima endeble. Con varias guitarras, con panderetas, con tamborim, bongós, caja y otros instrumentos de percusión, comienzan a tocar samba. Y como si fuese una especie de ritmo que les hace vibrar las mismísimas articulaciones, la gran mayoría de los asistentes se paran a bailar. Pero no lo hacen con esos pasos estrambóticos que la televisión nos presenta del Carnaval de Río, sino con suavidad y erotismo, como enredando las piernas y los brazos en un eterno coqueteo. Lo hacen también con sonrisas y un jugueteo de manos que gira los cuerpos sin que en ningún instante se pierda el compás.

En ocasiones, cuando las notas aceleran, los pies se mueven con agilidad y, con constancia, los bailarines cambian de pareja. Es más: invitan a la pista a mujeres desconocidas y con novio, sin que eso implique una riña ni una de esas disputas verbales tan frecuentes en nuestra capital.

Cuando la orquesta se detiene algunos aplauden en medio de la euforia y le hacen venias a algún par que logró robarse la atención. Ellas se paran después, con sus vestidos coloridos ceñidos a los cuerpos, frente a viejos ventiladores que cuelgan de las columnas. Apenas es la 1 a.m. Salimos mareados, alegres, olvidando la sentencia de Vinícius de Moraes en los años 50, cuando dijo que São Paulo era la tumba de la samba. Hace frío y las calles están aún desiertas. Mañana volverá la ciudad a su estado caótico normal.

Por Sergio Silva Numa

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