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Antanas Mockus

Es un político llamativo, inteligente, desconcer-tante, y ha participado en los más fervorosos y singulares entusiasmos electorales luego de la constitución del 91.

Pascual Gaviria / Especial para El Espectador
11 de diciembre de 2010 - 08:55 p. m.

Antanas Mockus tiene dos cualidades indispensables en los políticos y los profetas: un magnetismo enigmático y una capacidad para levantarse luego de que sus enemigos lo han dado por muerto. Con su figura presocrática, algunos experimentos cívicos, tres extravagancias con tinte reflexivo, dos alcaldías de Bogotá y tres campañas presidenciales, se ha convertido en el político independiente más importante de Colombia en las últimas décadas. El líder del grupo variopinto que han habitado desde Bernardo Hoyos hasta Hárold Bedoya pasando por Moreno de Caro, desde Álvarez Gardeazábal hasta William Vinasco, desde Rudolf Hommes hasta Íngrid Betancourt.

Mockus ha participado en los más fervorosos y singulares entusiasmos electorales luego de la Constitución del 91. Hablo de los que han intentado desligarse de los partidos tradicionales y ofrecer una nueva urbanidad política. Primero como fórmula vicepresidencial de Noemí Sanín en 1998, con un movimiento que estuvo cerca de desbancar a alguno de los candidatos oficialistas —Pastrana y Serpa— con sus 2’800.000 votos en primera vuelta. Queda la imagen de Antanas cargando a una sorprendida y sonriente Noemí en el puentecito de Boyacá. Esa primera ola tal vez perdió por haber surgido muy tarde, faltó tiempo para que su cresta fuera mayor.

En las recientes elecciones presidenciales ese entusiasmo se repitió con el surgimiento, casi por generación espontánea, del Partido Verde. De nuevo Mockus hacía parte de una unión de independientes que sacudió la política colombiana. Esa alianza sacó en la primera vuelta el mismo 21% que la pareja Noemí-Mockus en 1998. Esta vez la ola verde apareció muy pronto, llegó a su tope antes de tiempo y ya se había enroscado sobre sí misma, sobre algunos errores de su ensimismado candidato, cuando llegó el momento de ir a las urnas.

Entre una ola y otra Mockus tuvo su ópera bufa. En las elecciones presidenciales de 2006, mientras el país debatía un proceso de reinserción y libraba una guerra a muerte contra las Farc, el candidato de la Alianza Social Indígena se puso un triángulo naranja en la cabeza y deambuló con sus ideas sin encontrar la telepatía que parecía buscar. El resultado fue el 1,23% de los votos y el comentario general de que Mockus estaba graduado para el mundo de las conferencias y las consultorías. Pero ya dijimos que Antanas maneja el don de la resurrección política y 2010 fue el año de su gran oportunidad.

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Antanas Mockus es un político llamativo, inteligente, desconcertante, y eso es bueno al momento del primer impacto, importante para atraer a las polillas de los medios de comunicación y ahorrar en afiches y pasacalles; es también un administrador férreo, dubitativo pero valiente a la hora de la decisión final, capaz de convertir sus ideas generales en proyectos razonables y lúcidos. Lo demostró en sus dos estadías en el Palacio Liévano. El problema parece ser el escalón intermedio: para pasar del performance del político original a la silla del administrador exitoso es necesario mostrar la imagen del político aterrizado, demagogo si se quiere, sencillo, que pueda acudir al lugar común sin necesidad de cubrirlo con la telaraña de un acertijo, y que sea capaz de proponer cosas que la gente entiende y añora, algunas de ellas un poco más palpables que un canto a la transformación social.

En esa etapa de la reciente campaña presidencial fue donde el candidato del Partido Verde falló. Mockus y su organización política, precaria hasta la indigencia comparada con el andamiaje necesario para una campaña nacional, fueron rebasados por la repentina avalancha de las encuestas. Parecía que el país le había perdido el miedo al político extravagante, que la gente en las regiones había logrado entender a Mockus como lo entendió Bogotá desde 1994. Pero cuando todas las luces apuntaron al posible ganador, apareció un Antanas dubitativo y sorprendido, ahogado por los consejos de última hora que lo hicieron perder espontaneidad y no lograron aflojar el nudo de sus argumentos. Cuando la gente intentaba ver al Mockus presidente, aparecía Antanas jugando con sus mantras sin importar que estuviera en una plaza repleta en Montería o en un auditorio con microempresarios en Bogotá.

Una vez pillado fuera de base, cuando los interrogantes se hicieron puntuales y los ataques diarios, cuando tocaba hablar digamos de la reforma tributaria, Antanas Mockus siguió pegado de los estribillos. El barniz de sus asesores en temas puntuales nunca logró pegar sobre la personalidad del líder con acentos filosóficos y teatrales. La confusión fue general: por momentos Mockus fue complejo y detallado frente a los interrogantes generales, y ambiguo y desmañado frente a las preguntas puntuales. No es extraño que muchos de sus electores hayan pasado del fervor al pavor.

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Mockus tenía el encanto adicional de molestar a los antagonismos que marcaron la discusión durante ocho años, le resultaba incómodo al dogmatismo del Moir del senador Robledo y a la paranoia militante de José Obdulio Gaviria. Era el inspirador perfecto para una tercería. Pero se quedó mirando todo desde afuera, separado del fatigoso carnaval de la campaña por un vidrio blindado, preso de una sensación de irrealidad. En retrospectiva parece que todo el país, incluidos los verdes, agradecen que la ola haya terminado con un triunfo solitario en Buenaventura. Si a estas alturas Mockus hubiera dicho y hubiera hecho la mitad de lo que ha dicho y ha hecho Juan Manuel Santos, el país estaría envuelto en una nube de reproches y retaliaciones.

Ahora parece que Mockus ha pasado al cuarto lugar en el carrusel de los verdes, de nuevo es un visionario en la sombra. Incluso Adriana Córdoba, su esposa, tiene más luces que Mockus en el actual circo de la política. Pero Antanas es ya una marca, una insignia en la política nacional. Su nombre tiene poderes comprobados y deberá seguir siendo santón y referente del Partido Verde. Si es que existe.

Por Pascual Gaviria / Especial para El Espectador

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