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Archaeopteryx lithographica: el “fraude emplumado”

Aunque algunas estafas científicas han intentado poner en duda la teoría evolucionista, exaltando argumentos bíblicos, la teoría de Darwin sigue en pie gracias a contundentes evidencias.

Klaus Ziegler
23 de abril de 2015 - 09:31 p. m.
Archaeopteryx lithographica, specimen expuesto en el Museo. / Archaeopteryx lithographica, specimen expuesto en el Museo.
Archaeopteryx lithographica, specimen expuesto en el Museo. / Archaeopteryx lithographica, specimen expuesto en el Museo.

">A comienzos de 1985 circuló la noticia de que dos de los fósiles más extraordinarios jamás encontrados, los arqueoptérix de los museos de Berlín y Londres, eran en realidad especímenes fraudulentos. Se acusaba a los darwinistas de haber superpuesto una fina película de cal fresca sobre la superficie de las antiguas losas, y de haber luego presionado plumas de pájaro sobre la piedra para crear la falsa ilusión de un reptil alado. Una “litografía” tan perfecta, un registro casi fotográfico de un ave extinguida hace 150 millones de años no podía ser otra cosa que un engaño.

“Fossil gets the bird” (“el fósil mostró el plumero”) se leía en los titulares de prensa. Detrás de la acusación estaban varios científicos eminentes: el gran Sir Fred Holye y su protegido, Chandra Wickramsingh, profesores del Instituto de Astronomía de Cambridge. De otro lado del atlántico se encontraba el físico Lee Spetner, crítico acérrimo de la teoría de la evolución. 

 
No era la primera vez que se dejaba en ridículo a los defensores de Darwin. La calavera de Piltdown, de cráneo humanoide y mandíbula simiesca, el perfecto “eslabón perdido”, había permanecido durante casi cuarenta años en exhibición en el Museo de Historia Natural de Londres como testimonio indiscutible de ese supuesto estadio transicional entre el mono y el hombre.
 
No fue hasta 1953 cuando el fraude finalmente se descubrió. La supuesta prueba reina de la ascendencia animal de nuestra especie correspondía en realidad a una burda yuxtaposición de un cráneo humano moderno y una mandíbula de orangután. Jamás sabremos si se trató de la tomadura de pelo más grande de la historia o si el engaño hacía parte de una estrategia de difamación en la cual estaría involucrado el sacerdote jesuita Teilhard de Chardin, como sugirió el biólogo Stephen Jay Gould. En cualquier caso, la denuncia de una nueva falsificación, tratándose ahora de un ave que jamás existió, asestaba un duro golpe a la credibilidad de los defensores de la teoría de la evolución.
 
Pero, ¿qué interés podría tener Hoyle para dudar de fósiles tan exquisitamente preservados? El arqueoptérix de Londres luce tan real que pareciera ser capaz de escapar repentinamente de su matriz de piedra caliza y alcanzar los árboles. En su magnífico libro, La vida, una biografía no autorizada, el gran paleontólogo británico Richard Fortey, testigo presencial de los hechos, nos ofrece una explicación: los restos del arqueoptérix echaría por el suelo las teorías más extravagantes de Hoyle y sus seguidores acerca de la desaparición de los dinosaurios. 
 
Según Hoyle, los pájaros habrían aparecido mucho después de la extinción de los grandes reptiles. Pero el magnífico fósil de las calizas de Solnhofen dataría de mediados del Jurásico, época de la cual datan esos inmensos depósitos sedimentarios de carbonato de calcio que hoy yacen bajo el distrito de Eichstätt, en Alemania. El arqueoptérix debía ser entonces un dinosaurio, y aquello de las plumas, ¡una falsificación! 
 
Quienes ponían en duda la autenticidad del fósil, y de paso cuestionaban la reputación de los miembros del honorable museo de historia natural británico, eran las mismas mentes “escépticas” convencidas de que la vida se encontraba diseminada por todo el universo, y había sido sembrada en el Tierra por civilizaciones alienígenas, hace miles de millones de años. Una epidemia de origen extraterrestre sería la responsable de haber acabado con los grandes saurios, según Hoyle. Y no fue en su opinión la única plaga: la gripa española de comienzos del siglo XX, la pandemia más devastadora de la historia humana, también tendría origen extraterrestre. Prueba de ello, alegaba el astrónomo británico, era el crecimiento de los largos conductos nasales de algunos monos proboscídeos, adaptación, según él, para “filtrar” las recién llegadas enfermedades foráneas. 
 
Dejando de lado la ciencia ficción, la argumentación de Hoyle y sus colegas mostraba, en el mejor de los casos, un total desconocimiento de los procesos de litificación, y en el peor, una actitud francamente difamatoria e irresponsable, señala Fortey. El excéntrico astrónomo llegó a afirmar, por ejemplo, que la cola del arqueoptérix había sido falsificada con una sola pluma de gran tamaño, cuando la fotografía claramente lo desmiente. También alegó que los fósiles de arqueoptérix conocidos en aquella época no tenían plumas, cuando éstas son evidentes en los especímenes de Maxberg y Eichstätt.
 
La importancia histórica de los Urvogel, o pájaros primigenios, es difícil de estimar. El primer espécimen, descubierto a escasos dos años de haber salido a la imprenta la gran síntesis darwiniana, Sobre el Origen de las Especies, se convirtió en la primera prueba decisiva a favor de la teoría de la evolución. El arqueoptérix proporcionaba una foto congelada en el tiempo del mecanismo darwiniano en acción, un dramático testimonio de la transformación gradual de los reptiles en aves. El reptil emplumado comparte con sus ancestros una mandíbula dotada de pequeños dientes afilados, una cabeza con escamas, dedos con garras, un cerebro alongado y una larga cola de hueso. 
 
Pero como las aves, poseía plumaje y alas. A diferencia de los monstruos voladores de las películas de Hollywood, los arqueoptérix tenían el tamaño de un cuervo y no pesaban más de un kilo. No obstante sus numerosas similitudes con las aves, el saurio alado poseía muchas de las características de los dinosaurios terópodos [1]. 
 
Los Urvogel fueron los primeros fósiles intermedios en corroborar la teoría de la selección natural. Con el paso de los años, cientos de otros eslabones irían apareciendo hasta tal punto que hoy es posible reconstruir una imagen harto fidedigna de ese milagro maravilloso que ha sido la evolución de la vida en la Tierra.
 
Del caballo, por ejemplo, disponemos de una secuencia detallada de fósiles, desde el pequeño Eohippus hasta el equino moderno. Las ballenas, hoy lo sabemos, proceden de un habitante del desaparecido mar de Tetis, el Ambulocetus natans, o ballena caminadora náutica, ancestro remoto de los grande mamíferos acuáticos. Estos animales de hábitos anfibios y movimientos torpes y pesados son un eslabón intermedio en el tránsito de los cuadrúpedos terrestres hacia la vida acuática. La forma de sus dedos es testimonio de su lejano parentesco con los camellos y los cerdos. Y existe otro eslabón más reciente: el Rodhocetus kasrani, en el cual se observan vestigios de una antigua pelvis, y cuyas extremidades se encuentran atrofiadas. Es posible que el pesado animal ni siquiera pudiera sostenerse sobre sus extremidades, de encontrarse en tierra firme. Y en cuanto a la evolución humana, la evidencia es abrumadora: más de dos docenas de restos prehomínidos llenan el espacio intermedio entre los primero australopitecinos y el Homo sapiens moderno.
 
El daño que algunos chiflados como Hoyle, valiéndose de su reputación, pueden causar, es enorme. En pleno siglo XXI hay quienes en su afán de defender el creacionismo bíblico se niegan a aceptar el carácter transicional del arqueoptérix. Y no faltan los oscurantistas empeñados en sostener que se trata de un fraude. Por fortuna, las verdades científicas no son cuestión de fe, de ideología, de opinión o de autoridad. Las evidencias demuestran de manera decisiva que este magnífico fósil conserva de los dinosaurios características inexistentes en las aves modernas, a la vez que exhibe particularidades propias de las aves, ausentes en los dinosaurios [2]. En virtud de este hecho, el arqueoptérix representa un perfecto ejemplo de un grupo en transición, un verdadero fósil intermedio, una de las confirmaciones más dramáticas de la teoría de la evolución darwiniana, la clave para desentrañar la ascendencia y evolución de las primeras aves [3].
 
Dejando de lado los sólidos argumentos de los paleontólogos, una sola razón sería suficiente para dudar de la acusación de fraude: hoy se conocen once especímenes, encontrados a lo largo de casi siglo y medio. De ser un completo engaño, sería uno de proporciones monumentales, ¡perpetuado de manera disciplinada y diligente por generaciones enteras de falsificadores desde los tiempos de Darwin! 

Por Klaus Ziegler

 

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