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El tema de las bases fue manejado con igual hermetismo tanto en Colombia como en Washington. Y en Estados Unidos la bancada demócrata fue la primera sorprendida al conocer, no de forma exclusiva por parte del Departamento de Estado sino a través de la prensa, los planes de su gobierno de pactar con Colombia un acuerdo con el cual tropas estadounidenses tendrían acceso a bases militares colombianas, en el marco de la lucha antidrogas y contra el terrorismo.
La incertidumbre la manifestaron dos de los senadores demócratas de mayor trayectoria en el Congreso norteamericano: Patrick Leahy y Christopher Dodd, parlamentarios desde 1974. En una carta fechada el 28 de julio de este año, los congresistas se dirigieron a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, e indagaron por qué el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, al que ambos pertenecen, no había sido consultado, o tan siquiera informado, de las negociaciones con Colombia.
La misiva contenía toda serie de interrogantes. Los congresistas demócratas la instaron a que describiera cómo sería esa presencia militar de Estados Unidos en Colombia, cómo se vería afectado el rol de los uniformados norteamericanos que trabajan en operaciones antidrogas o contrainsurgentes; le preguntaron el número de tropas que llegaría al país, la manera en que se rotarían los soldados, los equipos y el material de apoyo que se proveerían, así como el costo de éstos.
La comunicación de los veteranos senadores, integrantes del partido que hoy maneja la Casa Blanca, dejó ver que en el Congreso estadounidense este asunto fue completamente ignorado. Healy y Dodd le hicieron interrogantes tan cruciales para comprender de qué se trataba este nuevo acuerdo, como cuáles eran los propósitos políticos y operacionales que se perseguían con el tratado o qué beneficios representaría para el Gobierno colombiano y, específicamente, para sus Fuerzas Militares, firmarlo.
Le señalaron a Clinton que el Comité de Relaciones Exteriores debió haber conocido de este acuerdo de primera mano por las obvias implicaciones presupuestarias y de política internacional que tendría. Le preguntaron bajo qué condiciones se consideraría cerrar las bases en un período de 10 años, y cómo esta determinación encajaba con otra previamente tomada en el Comité de Asignaciones y Política Exterior: reducir la asistencia militar en Colombia y “nacionalizar” los aspectos más importantes del Plan Colombia.
Las preocupaciones seguían. En su misiva, los reconocidos congresistas cuestionaron qué consecuencias tendría para Estados Unidos el fortalecer las relaciones con las Fuerzas Militares colombianas, en medio del creciente escándalo de las ejecuciones extrajudiciales. “¿Qué señal se envía al profundizar nuestra sociedad con los militares colombianos antes de que las investigaciones esclarezcan estas atrocidades? ¿Cómo encaja esta cooperación institucional con nuestros intereses estratégicos y nuestro compromiso con los Derechos Humanos?”.
La divulgación de este tratado en Suramérica también llamó la atención de Leahy y Dodd. La carta fue enviada un mes antes de que tuviera lugar en Bariloche la reunión de Unasur, en la que todos los presidentes del subcontinente se congregaron para discutir este polémico asunto. Sin embargo, desde entonces, los congresistas norteamericanos le advirtieron a Clinton la necesidad de tener en cuenta qué impacto causaría este acuerdo en Suramérica y en los intereses de EE.UU. en la región. Incluso, le preguntaron si los países vecinos de Colombia habían sido consultados y cuál había sido su reacción.
El reclamo de los demócratas finalizó con el cuestionamiento inicial: ¿por qué no fueron consultados? ¿Por qué no lo fueron tampoco las ONG expertas en Colombia? La carta concluye con el interrogante mayor: ¿esta falta de comunicación fue igual en Colombia? Ahora que la firma del tratado es un hecho, así como que su contenido no será divulgado, se sabe que la única respuesta para esa pregunta es un rotundo sí.
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