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                                                                                                                              Diario de un barra brava

                                                                                                                              Vandalismo, armas y drogas son el mundo de los integrantes de las hinchadas extremas de los equipos de fútbol profesional. Un día con un miembro de la bogotana Guardia Albirroja Sur.

                                                                                                                              Redacción El Espectador y revista Shock

                                                                                                                              Son las diez de la mañana y, como casi la mitad de los domingos del año, Bogotá se pinta de rojo y blanco por la fiesta del león (mote con el que los hinchas llaman al Independiente Santa Fe). Sin embargo, hoy no es un domingo cualquiera, el partido de la tarde es uno de los más esperados del año; un clásico, el derby capitalino contra el eterno rival: Millonarios. Aunque “el aguante” (ser el valiente y apoyar siempre al equipo) de la Guardia es igual en todos los partidos, sin importar el contendiente, el ambiente es más heavy cuando el rival de patio es Millonarios, Nacional o América.

                                                                                                                              El clásico siempre fue, es y será un partido aparte. Ni las nóminas, ni lo que diga la tabla importa; tanto “la gallina” (Millonarios) como “el león” saben que tienen que salir a la cancha a dejarlo todo, a luchar hasta el último minuto, sudar la camiseta y armar el carnaval. Más de tres décadas sin título se perdonan, perder el clásico, no.

                                                                                                                              A las once de la mañana ya todo está listo. Después de “entucarse” (subirse a un bus pagando menos del costo real) en un “cheto” (bus), de “grafitear” los muros de la ciudad “para marcar territorio”, y de “retacar”, pedir “la guita” (dinero) en la calle, el “ticket” está comprado, el papel, los rollos y “los trapos” (las banderas) ya están en la cancha, “la banda” (la barra) se encuentra preparada para todo y en un parque cercano se reparten el papel y los rollos.

                                                                                                                              Poco a poco todos “los parches” (subgrupos dentro de la barra) que integran esta pequeña comunidad van llegando y van copando los alrededores del antiguo barrio Sears, esperando que abran las puertas del Nemesio (El Campín).

                                                                                                                              Desde que los “quilombos” (pleitos) entre las barras de los diferentes equipos se incrementaron, la seguridad del estadio ha hecho lo propio, esto ha servido para que las riñas se reduzcan en el estadio y sus alrededores, pero el conflicto se ha trasladado a los barrios, a las calles, a los colegios, a las universidades; el país se paraliza cuando ve un par de puñaladas en las graderías, como ocurrió el fin de semana pasado en Cali, pero no tiene ni idea de lo que pasa en las barriadas. En Bogotá, en sectores como Suba, Kennedy y Bachué, los heridos y muertos que ha dejado la guerra entre fanáticos no se cuentan, ni salen en los medios.


                                                                                                                              Cuando abren las puertas del estadio “la banda” empieza a entrar, como reza uno de los cánticos, “mostrando los trapos porque le sobran huevos”. Las escaramuzas entre las barras ya han comenzado. “La vuelta es caerles por sorpresa y llegar de una al choque sin asco, robarse las casacas y cascar a las “gallis” (hinchas de Millonarios) sin que los tombos (policías) se den cuenta”.

                                                                                                                              Por más requisas que hagan siempre habrá fórmulas para entrar la droga, “el chorro” (licor) y “las latas” (navajas). Entre los cuellos de las chaquetas, el pelo, los tubos, las banderas, “entre las güevas” o las nalgas, colgadas en los collares, con las chicas o hasta en la mano con el puño cerrado se pasa el contrabando. Incluso, sobre todo en provincia, “la vuelta se hace en la nariz de la yuta” (policías): “en Ibagué una vez entramos varios kilos de sal de nitro y le dijimos a los cerdos (policías) que era Maizena para echarnos en la cara si ganaba el rojo y en Bogotá, camufladas entre los trapos, una vez llevamos gallinas de verdad para un clásico”.

                                                                                                                              Ya dentro de la cancha el ambiente se pone sabroso. La Norte y la Sur tiemblan al compás de los cantos y los saltos de las barras bravas. Se muestran algunos “trapos” y “trofeos” (camisetas y banderas robadas) que se han ganado en la previa del partido. Aunque aún falta tiempo para que empiece el encuentro, el parche está caliente y las tribunas populares se preparan para el primer enfrentamiento: el instante en que el equipo salta a la cancha.

                                                                                                                              Tres y media de la tarde y El Campín está casi lleno. El dinero que se ha recogido a lo largo de la temporada, sobre todo en partidos tipo b, se volvió papel higiénico, sombrillas, banderas y, hasta hace poco, en humo. A ritmo de bombo sale el equipo y se extienden los trapos. El primer asalto se lo lleva la barra que haga la mejor bienvenida al equipo. La que más rollos tire, la que más cante, la que dure más tiempo alentando.

                                                                                                                              Llegan los himnos y se cantan con el alma, el himno de Bogotá suena más que el de Colombia, “porque si algo bueno tenemos las barras bogotanas es el sentido de pertenencia por la capital”. Mientras se juega el partido, en las gradas todo es pasión; unos cantan, otros se drogan y se alcoholizan pero casi todos le hacen fuerza al equipo. Llega el gol y con él “la avalancha” (correr en masa de arriba hacia abajo). Si el gol es a favor, la alegría contamina la tribuna, si es en contra, la envenena.

                                                                                                                              Read more!


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                                                                                                                              El encuentro sigue su curso y el ambiente ya está picante. Un roce en la grama, una injusticia del árbitro, una celebración, todo se masifica en la popular, son motivos para “arreglar cuentas” con la otra barra a la salida. Si la adrenalina ya está muy subida, si se han robado trapos, si dentro de la barra alguien “se cagó o fue faltón” empiezan los problemas, la droga y el alcohol hacen lo suyo y la gresca se forma dentro del estadio.

                                                                                                                              Terminado el partido llega el otro asalto: “los Comandos” y “la Guardia” ya saben cómo es “la vuelta” (motines). Sin embargo, en los alrededores del estadio sólo hay pequeños combates que no se comparan con lo que va a pasar más tarde. Los odios cimentados, la intolerancia dentro de la barras y entre ellas son mal augurio. Gane o pierda el equipo siempre habrá un motivo, una justificación para “cascarle” a alguien. “Encima de eso, los cerdos molestando y levantando a todo el mundo, aumentan la mala vibra”.

                                                                                                                              Desde cuando empezó “la movida” (la fiebre) de los barrabravas muchas cosas han cambiado. “Lo que al principio se resolvía a puños, hoy se arregla a latazos y a plomo”. El marcador que cuenta no es el que dice el tablero electrónico sino el que la banda arregla después del partido: “Si se pierde en la grama, un muerto o un herido de la barra rival empata el partido. Los barrabravas nunca perdemos de locales”. Y la obsesión ya se extendió a casi todas las ciudades capitales.

                                                                                                                              Los muertos, heridos y judicializados ya no son referentes lejanos, ahora están cayendo los miembros del “parche” y cada vez está peor, porque hasta se reparte propaganda de las milicias urbanas de la guerrilla. “Heavy, heavy”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              En Bogotá, el gobierno distrital creó en 1999 el programa “Goles en Paz” para los asistentes a El Campín. Se basa en tres aspectos: hospitalidad, creatividad y autocontrol. “Contamos con un comité de seguridad, uno de protocolo y una carta de navegación con los líderes de las barras”, afirma el padre Alirio López, creador y director de esta iniciativa. La estrategia incluye talleres musicales y de liderazgo, deporte extremo y jornadas de integración con torneos de fútbol de salón.

                                                                                                                              El sacerdote, director del programa distrital para la Vida Sagrada y el Desarme, lamentó lo sucedido en las graderías del Pascual Guerrero, donde ya ha realizado ejercicios de tolerancia. La clave, dijo, “es desmitificar ese término de barras bravas, porque los muchachos lo rechazan y prefieren que se les llame barras futboleras”. En Medellín ya activó el programa “Hinchas por la paz”, en Barranquilla el “Quilla, goles por la convivencia” y ahora lo extenderá a Neiva.

                                                                                                                              Son las diez de la mañana y, como casi la mitad de los domingos del año, Bogotá se pinta de rojo y blanco por la fiesta del león (mote con el que los hinchas llaman al Independiente Santa Fe). Sin embargo, hoy no es un domingo cualquiera, el partido de la tarde es uno de los más esperados del año; un clásico, el derby capitalino contra el eterno rival: Millonarios. Aunque “el aguante” (ser el valiente y apoyar siempre al equipo) de la Guardia es igual en todos los partidos, sin importar el contendiente, el ambiente es más heavy cuando el rival de patio es Millonarios, Nacional o América.

                                                                                                                              El clásico siempre fue, es y será un partido aparte. Ni las nóminas, ni lo que diga la tabla importa; tanto “la gallina” (Millonarios) como “el león” saben que tienen que salir a la cancha a dejarlo todo, a luchar hasta el último minuto, sudar la camiseta y armar el carnaval. Más de tres décadas sin título se perdonan, perder el clásico, no.

                                                                                                                              A las once de la mañana ya todo está listo. Después de “entucarse” (subirse a un bus pagando menos del costo real) en un “cheto” (bus), de “grafitear” los muros de la ciudad “para marcar territorio”, y de “retacar”, pedir “la guita” (dinero) en la calle, el “ticket” está comprado, el papel, los rollos y “los trapos” (las banderas) ya están en la cancha, “la banda” (la barra) se encuentra preparada para todo y en un parque cercano se reparten el papel y los rollos.

                                                                                                                              Poco a poco todos “los parches” (subgrupos dentro de la barra) que integran esta pequeña comunidad van llegando y van copando los alrededores del antiguo barrio Sears, esperando que abran las puertas del Nemesio (El Campín).

                                                                                                                              Desde que los “quilombos” (pleitos) entre las barras de los diferentes equipos se incrementaron, la seguridad del estadio ha hecho lo propio, esto ha servido para que las riñas se reduzcan en el estadio y sus alrededores, pero el conflicto se ha trasladado a los barrios, a las calles, a los colegios, a las universidades; el país se paraliza cuando ve un par de puñaladas en las graderías, como ocurrió el fin de semana pasado en Cali, pero no tiene ni idea de lo que pasa en las barriadas. En Bogotá, en sectores como Suba, Kennedy y Bachué, los heridos y muertos que ha dejado la guerra entre fanáticos no se cuentan, ni salen en los medios.


                                                                                                                              Cuando abren las puertas del estadio “la banda” empieza a entrar, como reza uno de los cánticos, “mostrando los trapos porque le sobran huevos”. Las escaramuzas entre las barras ya han comenzado. “La vuelta es caerles por sorpresa y llegar de una al choque sin asco, robarse las casacas y cascar a las “gallis” (hinchas de Millonarios) sin que los tombos (policías) se den cuenta”.

                                                                                                                              Por más requisas que hagan siempre habrá fórmulas para entrar la droga, “el chorro” (licor) y “las latas” (navajas). Entre los cuellos de las chaquetas, el pelo, los tubos, las banderas, “entre las güevas” o las nalgas, colgadas en los collares, con las chicas o hasta en la mano con el puño cerrado se pasa el contrabando. Incluso, sobre todo en provincia, “la vuelta se hace en la nariz de la yuta” (policías): “en Ibagué una vez entramos varios kilos de sal de nitro y le dijimos a los cerdos (policías) que era Maizena para echarnos en la cara si ganaba el rojo y en Bogotá, camufladas entre los trapos, una vez llevamos gallinas de verdad para un clásico”.

                                                                                                                              Ya dentro de la cancha el ambiente se pone sabroso. La Norte y la Sur tiemblan al compás de los cantos y los saltos de las barras bravas. Se muestran algunos “trapos” y “trofeos” (camisetas y banderas robadas) que se han ganado en la previa del partido. Aunque aún falta tiempo para que empiece el encuentro, el parche está caliente y las tribunas populares se preparan para el primer enfrentamiento: el instante en que el equipo salta a la cancha.

                                                                                                                              Tres y media de la tarde y El Campín está casi lleno. El dinero que se ha recogido a lo largo de la temporada, sobre todo en partidos tipo b, se volvió papel higiénico, sombrillas, banderas y, hasta hace poco, en humo. A ritmo de bombo sale el equipo y se extienden los trapos. El primer asalto se lo lleva la barra que haga la mejor bienvenida al equipo. La que más rollos tire, la que más cante, la que dure más tiempo alentando.

                                                                                                                              Llegan los himnos y se cantan con el alma, el himno de Bogotá suena más que el de Colombia, “porque si algo bueno tenemos las barras bogotanas es el sentido de pertenencia por la capital”. Mientras se juega el partido, en las gradas todo es pasión; unos cantan, otros se drogan y se alcoholizan pero casi todos le hacen fuerza al equipo. Llega el gol y con él “la avalancha” (correr en masa de arriba hacia abajo). Si el gol es a favor, la alegría contamina la tribuna, si es en contra, la envenena.

                                                                                                                              Read more!


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                                                                                                                              El encuentro sigue su curso y el ambiente ya está picante. Un roce en la grama, una injusticia del árbitro, una celebración, todo se masifica en la popular, son motivos para “arreglar cuentas” con la otra barra a la salida. Si la adrenalina ya está muy subida, si se han robado trapos, si dentro de la barra alguien “se cagó o fue faltón” empiezan los problemas, la droga y el alcohol hacen lo suyo y la gresca se forma dentro del estadio.

                                                                                                                              Terminado el partido llega el otro asalto: “los Comandos” y “la Guardia” ya saben cómo es “la vuelta” (motines). Sin embargo, en los alrededores del estadio sólo hay pequeños combates que no se comparan con lo que va a pasar más tarde. Los odios cimentados, la intolerancia dentro de la barras y entre ellas son mal augurio. Gane o pierda el equipo siempre habrá un motivo, una justificación para “cascarle” a alguien. “Encima de eso, los cerdos molestando y levantando a todo el mundo, aumentan la mala vibra”.

                                                                                                                              Desde cuando empezó “la movida” (la fiebre) de los barrabravas muchas cosas han cambiado. “Lo que al principio se resolvía a puños, hoy se arregla a latazos y a plomo”. El marcador que cuenta no es el que dice el tablero electrónico sino el que la banda arregla después del partido: “Si se pierde en la grama, un muerto o un herido de la barra rival empata el partido. Los barrabravas nunca perdemos de locales”. Y la obsesión ya se extendió a casi todas las ciudades capitales.

                                                                                                                              Los muertos, heridos y judicializados ya no son referentes lejanos, ahora están cayendo los miembros del “parche” y cada vez está peor, porque hasta se reparte propaganda de las milicias urbanas de la guerrilla. “Heavy, heavy”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              En Bogotá, el gobierno distrital creó en 1999 el programa “Goles en Paz” para los asistentes a El Campín. Se basa en tres aspectos: hospitalidad, creatividad y autocontrol. “Contamos con un comité de seguridad, uno de protocolo y una carta de navegación con los líderes de las barras”, afirma el padre Alirio López, creador y director de esta iniciativa. La estrategia incluye talleres musicales y de liderazgo, deporte extremo y jornadas de integración con torneos de fútbol de salón.

                                                                                                                              El sacerdote, director del programa distrital para la Vida Sagrada y el Desarme, lamentó lo sucedido en las graderías del Pascual Guerrero, donde ya ha realizado ejercicios de tolerancia. La clave, dijo, “es desmitificar ese término de barras bravas, porque los muchachos lo rechazan y prefieren que se les llame barras futboleras”. En Medellín ya activó el programa “Hinchas por la paz”, en Barranquilla el “Quilla, goles por la convivencia” y ahora lo extenderá a Neiva.

                                                                                                                              Por Redacción El Espectador y revista Shock

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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