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Durante siglos las noticias viajaban a la misma velocidad de nuestros pasos. Quinientos años antes de nuestra era, según la crónica de Heródoto, Filípides fue enviado a Esparta para pedir refuerzos antes del desembarco del ejército persa en Maratón, el evento que luego inspiraría la versión moderna de la maratón.
Luego las noticias se movían sobre los cascos de un caballo. Las ciudades europeas de la Edad Media dependían de redes de heraldos montados para entablar comercio y defenderse de los invasores. Hasta mediados del siglo XIX un jinete y un caballo garantizaban el transporte de información de un lugar a otro. Fue el Pony Express el que permitió la expansión de Estados Unidos al Oeste, conectando la costa atlántica con la costa pacífica en menos de diez días a través del heroico relevo de jinetes que atravesaban desiertos, ríos y montañas. Luego llegó el tren y luego el telégrafo.
Los caminos comenzaron a acompañarse de postes y cables por donde viajaban mensajes en forma de pulsos eléctricos. Pero un día de 1896, un italiano de apenas 22 años, Guglielmo Marconi, demostró que ya no hacían falta cables. Desde entonces nuestros mensajes han viajado a través de ondas electromagnéticas, luz invisible a nuestro ojos, pero en la cual se cifran nuestros mensajes. Habíamos aprendido a comunicarnos a la velocidad más alta que permitían la leyes que rigen el tiempo y el espacio. O eso pensábamos, hasta que la semana pasada los titulares anunciaban efectos instantáneos a distancia en el contexto de los resultados de un experimento realizado en la Universidad Tecnológica de Delft en Holanda.
La luz viaja a una velocidad finita, lo sabemos desde los experimentos del danés Ole Røme en el siglo XV, y sabemos que esta velocidad es el resultado de los fenómenos de la electricidad y el magnetismo, como lo propuso el escocés James Clerk Maxwell en la misma época del Pony Express. Pero fue a comienzos del siglo XX cuando Albert Einstein encontró que esta velocidad constituye un límite universal y hoy en día no hace falta estudiar física para saber que “nada viaja más rápido que la luz”. Pero Einstein no solamente había encontrado un límite, también se había asomado a un mundo en donde las leyes que gobiernan la realidad desafían la intuición: el mundo cuántico.
La mecánica cuántica, la teoría que describe el universo a nivel subatómico, surgió gradualmente del estudio de la radiación publicado por Max Planck en 1900 y la explicación de Einstein del efecto fotoeléctrico, el fenómeno que, entre otros, está detrás del funcionamiento de los paneles solares, publicada en 1905. En las siguientes décadas, una nueva generación de científicos, entre ellos Niels Bohr, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y Paul Dirac, por mencionar apenas unos pocos, formularon la mecánica cuántica en forma de probabilidades, es decir, la posición, la velocidad y otras propiedades físicas de las partículas no están completamente determinadas sino que obedecen la leyes del azar. Siguiendo este principio explicaron exitosamente la estructura del átomo y la interacción de la materia con la luz.
Parece fácil aceptar el azar en la vida diaria. Un Transmilenio no pasa exactamente a la misma hora en la misma parada sino que llega alrededor de la hora programada, dependiendo de factores externos como el clima y el tráfico. Sin embargo, pensar que un sistema sencillo como un átomo o un electrón también está regido por la probabilidad es extremadamente inquietante. Fue en este contexto que Einstein mencionó la célebre frase “Dios no juega a los dados”.
Para Einstein, y muchos otros, esa interpretación de la mecánica cuántica no era aceptable. Aunque era exitosa describiendo los resultados de los experimentos, iba en contra de los dos principios que se asumían imprescindibles para cualquier teoría del universo. Primero, las propiedades de un objeto están determinadas independientemente de su medición, es decir, la forma en que funciona el universo es independiente del acto mismo de medirlo, lo que los físicos llaman realismo. Segundo, ninguna influencia puede viajar más rápido que la velocidad de la luz, lo que los físicos llaman localidad. Pero en la mecánica cuántica, grupos de partículas se pueden generar de tal manera que sus propiedades están correlacionadas, es decir, no son independientes entre ellas. Las objeciones a la mecánica cuántica sugieren que estos estados enredados son una señal de que la teoría es incompleta y hay variables escondidas en el sistema que garantizan la localidad y la realidad de la teoría.
Aunque la mecánica cuántica permitió el desarrollo exitoso de la teoría atómica, definiendo la geopolítica en la segunda parte del siglo XX, no fue hasta la década de 1960 cuando el debate sobre su naturaleza se puso en términos de observaciones experimentales. En 1964 el físico y filósofo John Stewart Bell ideó un montaje experimental para probar que, si el universo se rige de acuerdo a las reglas de la mecánica cuántica, al menos uno de los principios, la localidad o la realidad, es falso.
El experimento de Bell se puede entender como un juego en el que se miden un par de partículas, fotones en la mayoría de los casos, seleccionando entre dos mediciones al azar. Si las partículas están gobernadas por una teoría que cumple los principios de realismo y localidad, es imposible ganar el juego en más del 75% de las observaciones. Este resultado es conocido como la desigualdad de Bell. La mecánica cuántica, por el contrario, predice que, para ciertos estados de la partículas que están fuertemente correlacionadas, es posible ganar el juego en el 85,3% de las observaciones.
Desde entonces se han realizado cientos de experimentos de este tipo y en cada ocasión se han corroborado las predicciones de la mecánica cuántica. El experimento de Delft es la última generación de este tipo de pruebas y está especialmente diseñado para descartar otras formas en que las partículas pueden estar correlacionadas, no por enredamiento cuántico, sino por algún otro medio no identificado.
Imagine una partida de cara y sello en la que hay dos personas, cada una con una moneda idéntica que se lanza independientemente. Si las dos monedas fueran partículas como fotones o electrones, creadas en un fenómeno que enreda sus estados, es posible ganar con alta probabilidad. Pero sin usar propiedades cuánticas, también es posible ganar haciendo trampa; por ejemplo, si las dos personas se comunican entre sí durante el juego o si esconden las ocasiones en que no ganaron el juego. Siguiendo el ejemplo del cara y sello, los científicos en Delft están tratando de descartar que las partículas estén haciendo trampa.
Los titulares de la semana pasada se referían a que, en efecto, el experimento de Delft revela que las partículas están enredadas, es decir, sus propiedades están correlacionadas de acuerdo a las reglas de la mecánica cuántica. Ahora sabemos que el universo no cumple los principios que alguna vez creíamos imprescindibles, y a partir de esto damos un paso enorme para entenderlo.
¿Permitirán estos resultados transmitir información más rápido que la luz? No. Aún si hay influencias no locales en los sistemas cuánticos, no son suficientes para enviar mensajes más rápido que la luz. Pero las reglas del universo no son un límite, son una oportunidad. Experimentos como el de Delft, y los muchos más que vendrán en el futuro, permitirán el desarrollo de sistemas para compartir mensajes cifrados, criptografía cuántica de alta seguridad, así como para generar números aleatorios certificados con diversas aplicaciones. Una vez más, la mecánica cuántica seguirá forjando el mundo del mañana. Sus predicciones van contra nuestra intuición, pero no son una razón de angustia, son una oportunidad para lograr lo inimaginable.