El día para José Ignacio Guatame comienza a las 5:00 a.m., cuando se levanta a preparar el agua aromática para sus pacientes. Pasadas las 6:00 a.m. hace una ronda y suministra las medicinas. “Para mí lo más grande son estas personas, mis amigos, mis compañeros, sin ellos no soy nada, sin este trabajo de cocinarles, bañarlos y tender las camas no me veo, no me hallo”, dice este enfermero de profesión que hace 15 años abrió las puertas de su casa para atender a enfermos desprotegidos que padecen cáncer y sida.
Cuando José Ignacio supo del cierre del hospital San Juan de Dios, donde trabajaba, decidió llevarse para su casa a don Eduardo Cogua, un paciente abandonado con cáncer. Después apareció una hermana franciscana que le propuso unir fuerzas y hacer de su hogar un sitio para desprotegidos. “Dios dijo ayúdate que yo te ayudaré y desde que yo abrí mi casa, a pesar de las dificultades, no ha faltado qué comer o cómo sobrevivir”, recuerda el enfermero al señalar que en su casa también ha recibido ancianos desahuciados que dejan abandonados en un hospital.
Lo único que no le puede faltar a un enfermo terminal son sus medicamentos, los cuales algunos llegan a través del Sisbén, pero también hay personas que mueren y entonces sus familiares llaman a José Ignacio y le dicen “pase y mire a ver si le sirven las pastillas”. Se va a donde sea porque sabe que esa tableta le puede aliviar el dolor a cualquier paciente. “Nosotros hacemos bolsas para la basura y se las vendemos a un par de empresas, con esos recursos pagamos los servicios públicos que son caros por el oxígeno. El mercado lo compramos o hay gente que nos dona alimentos”, relata Guatame.
Su casa se ha ido ampliando. Gracias al apoyo de la religiosa, que José conoció en el San Juan de Dios, y a la generosidad de los donantes, logró recolectar el dinero para comprar un lote vecino y construir una estructura de dos pisos que desde hace 8 años está en obra gris. Allí viven tres pacientes en cama permanente y otros 12 infectados con VIH, a quienes se les ayuda a enfrentar los primeros meses de tratamiento del virus y luego se les estimula para continuar sus vidas trabajando y siendo útiles a la sociedad.
“José es la persona que mi Dios puso en la vida de estos muchachos que sufren mucho, porque son enfermos que la sociedad no acepta. Esta es una gran obra en la que colaboramos convencidos de que todo lo que se consigue se usa para ayudar al prójimo”, dice la hermana Socorro Delgadillo.
Jair Cuesta, uno de los beneficiados de 65 años, tiene un tumor de tiroides y otro de hígado. Hace un par de semanas los dolores le hicieron retirarse de la Plaza de Bolívar, donde como historiador callejero contaba la vida de Bogotá y el barrio La Candelaria. “Si no fuera por él yo ya habría muerto, porque no tengo a nadie ni cómo pagar el oxígeno que necesito. Esto es un apostolado que mi Dios le dio a este hombre, gracias a él tengo mi comida, mi dormida y mi trato digno como ser humano”, afirma este adulto mayor.
José Ignacio advierte que en su casa todo es bien recibido. “A mí no me da pena pedir porque sé que es para sostener a personas que necesitan. Hay gente que me llama y me pregunta que si me sirve una ropa, zapatos, un colchón o sábanas, pero que tiene huequitos. Yo les respondo que no importa, que aquí las remendamos y sirven, todo sirve”.
Cuando habla de la muerte, Guatame parece detenerse en el tiempo, mira hacia el pasado y confiesa que en sus brazos se han muerto unas 50 personas, muchas de las cuales incluso se despiden y le dan las gracias por haber estado en su casa.
“Al término de cada mes me siento y hago un balance de lo que nos dan y conseguimos, pero también me trazo metas y tengo sueños, como el de tener una casa más grande para acoger a más personas o un carro para recoger donaciones o entregar las bolsas que fabricamos”, asegura Guatame.