Cuando habla, pareciera que Luis Jorge Garay estuviera leyéndose la cabeza. Sus ideas van cayendo milimétricamente, una tras otra, como una especie de récord mundial del efecto dominó, y la sensación de quien charla con él es inevitable: Garay sabe, pero su conocimiento está huérfano de petulancia. Sabe saber.
Académicamente hablando, lo concibieron en el Liceo de Cervantes, lo ensamblaron en los Andes y le dieron el acabado en MIT, instituto que le resultaba demasiado ortodoxo y donde comenzaron a florecerle “problemas ideológicos”. En los setenta le creció el pelo. Y las ideas marxistas. Garay, cerebro inagotable empacado al vacío en cuerpo de hippie supérstite, fue pionero en advertir sobre la crisis de la deuda en los ochenta. La Cepal le encargó un estudio (que inspiraría una serie de artículos pedidos para El Tiempo por Juan Manuel Santos, entonces subdirector del periódico) y sus planteamientos llamaron la atención de Roberto Junguito y, más tarde, de otros ministros que lo han escuchado desde entonces.
Vive entre España y Colombia, tratando de ganarse el respeto de los defensores de derechos humanos, que lo ven muy economista, y de los economistas, que lo ven muy social. Cultiva odios, como cualquier hombre de verdades al borde de la lengua: un libro suyo sacó de casillas al expresidente Uribe, que se corta un brazo antes de reconocer lo que para Garay es evidente: la delincuencia se apoderó del aparato estatal hasta los tuétanos y se acomodó plácidamente en el nivel central, incluidos los organismos de seguridad.
Como miembro de la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado, un día normal de Garay lo puede traer de Valledupar, en un vuelo donde viene rumiando la idea de que si no se hace una reforma tributaria seria, será imposible que Santos saque del papel leyes como la de Víctimas o Tierras. Sabe que los paramilitares no deben conjugarse en pasado y que la guerrilla está lejos del cacareado “fin del fin”. Está preocupado. Tiene información confiable sobre compras masivas de tierra que perteneció a campesinos desplazados (en tres departamentos de la costa, Antioquia y Meta) por parte de empresas legales. Ésa es la peor mafia para él: la que no es, la de empresarios amparados por la ley que se apropian de las tierras en amancebamiento con funcionarios de registro que valen su peso en excremento.
La tarde lo lleva a reunirse con Juan Carlos Monge, representante de la oficina de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a puerta cerrada, y luego con Marco Romero, de la Consejería para los Derechos Humanos y el Desplazamiento. Romero, que parece una versión sin canas de Garay, lo describe como “un burgués con conciencia de clase… ¡pero no de la clase de él!”. Siempre está comiendo galletas, al menos de tres marcas diferentes. A donde llega, rigurosamente, sin importar quién sea su interlocutor, abre un paquete y ‘conversicome’, palabra acuñada para describir esta costumbre que, de seguro, tiene que ver con alguna recomendación de carácter médico. No le es ajeno lo de parir palabras: es el padre de la narcofarcelenepolítica, la narcoparaelenefarcbacrimpolítica y, más recientemente, la narcoparafarcelenebacrimpolítica… tres supercalifragilísticoespialidosos términos que solo él puede enunciar de corrido.
Tiene cita en la Corte Constitucional con la magistrada auxiliar Elsa Piedad Morales. No llegará a tiempo. Dejó las luces de su Grand Cherokee encendidas; cero batería. La compró en el 97 para viajar por Colombia y, como luego ya no se pudo, la arrinconó en el parqueadero del edificio, cinco pisos abajo de una terraza poblada de esculturas extravagantes. Vive solo; dice que ya no es hora de buscar pareja. No es un tipo muy popular. Cómo va a serlo en estos tiempos de “prosperidad” alguien que califica de “locura” la locomotora de la minería, que le cuestiona a Acción Social sus proyecciones, que advierte sobre la puerta que se abre en el agro a los extranjeros a través de la ley de Tierras, que sostiene que en las regiones se respira el miedo de los campesinos y van tan campantes los paramilitares y que, en suma, nos describe con algo de realismo trágico: “Colombia es un país de oportunidades desperdiciadas”.
El país de las oportunidades desperdiciadas le deja tiempo para algo que lo ocupa por estos días: develar nexos de las mafias de todo el mundo. Con Eduardo Salcedo, su mano derecha en este campo, está a punto de publicar un libro sobre cómo los negocios ilícitos reconfiguraron las instituciones en Colombia, Guatemala y México. Es un “hijito” de La captura y reconfiguración cooptada del Estado en Colombia, que presenta, sin ocultar una sonrisa, como “el libro que inspiró a Claudia López”.
Remata el día con su médico, Oswaldo Rojas, un bioenergético que lo rejuvenece, de adentro para afuera, con una bioestimulación de los órganos conseguida gracias a células embrionarias de cordero combinadas con plasma enriquecido. Garay dice que colesterol y triglicéridos y todas esas cosas están bajo control. Que le funcionan mejor el hígado, los riñones, el páncreas y el cerebro. No del todo: Rojas termina la sesión y lo acompaña al parqueadero donde hace cinco horas dejó el carro tirado. Llevan los cables. Reviven la Cherokee y Garay se despide. ¡Cómo terminar esta historia sobre semejante lumbrera ahogándolo en el episodio trivial de un carro sin batería! Habrá que mentir piadosamente y echar mano de una frase suya de hace un par de horas: “La vida es un paso. Me preocupo por dar este paso. El que viene no es el importante; es este”.
Buen final. Aunque desvarar el carro, para qué negarlo, también es un buen final para un colombiano.