Las celebraciones que ha presenciado el mundo esta semana han tenido el efecto de opacar una serie de realidades que algunos analistas empiezan a resaltar; en Sudáfrica la miseria de una mayoría pobre sigue tan vigente como lo era durante los tiempos del Apartheid, mientras el surgimiento de derechos civiles y políticos se ven contrarrestados por una creciente inseguridad, violencia y altos niveles de crimen. El cambio más fundamental ha sido que a la élite blanca se ha sumado una nueva, la élite negra. De la misma manera, hay quienes recuerdan en carne propia el Congreso Africano Nacional (ANC por sus siglas en inglés) de Mandela, que prometía no solo el fin del Apartheid sino, además, un incremento de la justicia social, incluso un sistema socialista. Este ANC ha dejado de existir, alimentando la desilusión de un número cada vez mayor de negros pobres y desafectos.
Esta historia se repite vez tras vez. Con el ascenso de un nuevo régimen, líder o partido, recibido con entusiasmo y la promesa de un mundo “mejor”, estos nuevos líderes inevitablemente se quedan ante la necesidad de escoger entre alterar los mecanismos capitalistas ya existentes o seguir con las reglas del juego establecidas en países muy lejanos. Para muchos líderes, el riesgo de alterar los llamados “mecanismos”, trae consigo la posibilidad de ser castigados por perturbaciones en el mercado, caos económico y sus consecuencias. Culpar a Mandela por abandonar la perspectiva socialista con la cual llegó al poder pero no desarrolló sería una acusación demasiado facilista. ¿Acaso el líder milagroso tuvo alguna opción seria de acercarse al socialismo que tanto se añoró durante la resistencia al Apartheid?
Muchos de los problemas que generó el sistema del Apartheid no han sido resueltos por las administraciones que han gestionado el país desde 1994. La desigualdad económica es de las más altas en el mundo; el blanco sudafricano medio se gana cuatro veces más de lo que se gana un ciudadano negro. A punto de celebrar 20 años de democracia, el 47% de la población sudafricana se considera pobre. Aunque han subido los niveles de inmigración, con este lo ha hecho también la xenofobia, desembocando en masacres y disturbios en 2008 en forma de ataques a comunidades inmigrantes por sudafricanos frustrados con su situación financiera. Las tasas de VIH/sida siguen altas: un 20% de los niños sudafricanos son huérfanos del Sida hoy en día.
Estos problemas ya existían durante la presidencia de Mandela y se han mantenido vigentes 15 años y dos presidentes después. El reto que deja la muerte del mítico líder es encontrar otra figura o grupo sudafricano que lidere una lucha por la justicia social y utilizar la presión social para efectuar cambios a nivel político.
¿Qué decir del partido de Mandela, el Congreso Nacional? Desde su primer triunfo en 1994, el ANC ha ganado consistentemente más del 60% de los votos. Recientemente, las tensiones internas han dado pie para que veteranos del movimiento funden sus propios partidos, entre ellos El Congreso del Pueblo (2008), Agang (2013) o Los Luchadores por la Libertad Económica (2013). Aunque este surgimiento de partidos transforma y diversifica el paisaje político, ninguno supone una seria amenaza contra el monopolio político del ANC.
Las divisiones dentro del partido indican que el ANC logró sus objetivos como movimiento social (la liberación del pueblo sudafricano y la igualdad racial), pero deja en evidencia su fracaso como partido político. A pesar de mantener el poder, ha perdido apoyo y votos a través de los años. Para las elecciones del 2014 sin duda harán un guiño al padre de la nación, y se apegarán a su fama como el partido de Madiba, pero esta dependencia en un culto a un mito no podrá funcionar indefinidamente. El ANC se encuentra encaminado hacia una crisis de identidad y, a medida que sus votantes incrementan su desapego y frustración, el partido tendrá que encontrar una nueva retórica y mostrar resultados tangibles para volver a recibir el apoyo del que alguna vez gozó.
Mandela se considera el padre de la “Nueva Sudáfrica” no solo porque jugó un papel histórico en la liberación de una nación, sino porque, una vez en el poder, trabajó incesantemente para unir a un pueblo amargamente dividido por siglos de historia discriminatoria. Incluso en su muerte, Mandela ha logrado unir a todos los sudafricanos para celebrar su vida y llorar su ausencia terrenal. Algunos también llorarán la falta de un líder con la visión de unir al pueblo, sin importar credo, sexo o raza.
Para muchos sudafricanos queda el temor palpable de un movimiento “uhuru” o de “libertad africana” en contra de la minoría blanca . Muchos de ellos miran nerviosamente a su vecino del norte Zimbabue, como referente de lo que le puede ocurrir a una población blanca bajo el yugo de líderes menos magnánimos, como lo puede ser Robert Mugabe. Pero, a pesar de los llamados de algunos dirigentes políticos como Julius Malema para una redistribución agraria, Sudáfrica es un caso muy distinto al de Zimbabue y no es probable que ocurran incidentes como los que han llevado a ese país al borde del colapso.
Para quienes ven el crimen urbano y rural como la amenaza hacia la población blanca y quizás la manifestación de dicha “uhuru”, el Instituto de Estudios de Seguridad radicado en Sudáfrica indica que los blancos son el grupo racial menos probable de ser asesinado del país. La mayoría de los crímenes y asesinatos ocurren en barrios de población negra, tanto urbanos como rurales, y los motivos están ligados a “una mezcla de factores sociales y económicos”, además de asaltos interpersonales.
Cualquiera que sea la realidad, muchos blancos han optado por dejar el país por miedo al porvenir, lo cual representa un problema importante para el gobierno del presidente Jacob Zuma, quien debe garantizar al pueblo blanco una estabilidad a largo plazo antes de que la huida continúe.
Siendo verdad que el pueblo sudafricano ha sufrido una enorme pérdida en el umbral de estas navidades, no es probable que el país descienda a un caos y una violencia insuperable. En estos días, los líderes de “la Nación Arcoíris”, como lo llamaba el mítico líder, han renovado los aprendizajes de Madiba, mientras varias facciones de toda la sociedad clama por un retorno a los ideales morales del padre de la nación.
Quizás, la mejor manera de ser fieles al legado de Mandela seria dejar, por un lado, las lágrimas que se derraman tras su muerte y dedicarse a cumplir las promesas que en su liderazgo no cumplió. Se podría concluir, dada su grandeza moral y política, que Mandela no murió feliz con sus logros. Si bien liberó a un país de sus cadenas, no le trajo la prosperidad prometida y se encadenó a otro sistema. La triste realidad es que, de no haber sido así, quizás no se celebraría su vida en todos los rincones del mundo.
*Analista de política africana y ciudadano sudafricano