Si no fuera por estos noticieros sensacionalistas que desde muy temprano no hacen sino dar lora con la celebración de las Navidades en todos los países del mundo, yo ni me entero. Aunque me da igual. Aquí no hay Navidad desde hace muchos años, desde que a Silvia se la llevó esa maldita enfermedad toda rara. Y ya uno de viejo, después de tantos diciembres, unos felices y otros tristes —sobre todo los últimos—, esta época del año le sabe a cacho.
A eso de las siete de la noche, cuando yo ya esté acostado, de seguro llamará mi hijo mayor, borracho, a desearme la “Feliz Navidad” —como si no supiera que diciembre me vale madre— y a darme la cantaleta de siempre, que me vaya a vivir a la ciudad. A mi no es que me disguste la ciudad, pero estoy mucho mejor aquí en el campo, en la casa que hace muchos años compré con Silvia y en la que esperábamos envejecer juntos. Y lo hicimos, hasta donde esa pendeja muerte nos los permitió.
Ahora, esta casa está sola e iluminada tenuemente por un velón blanco que puse junto al retrato de Silvia, y que no he apagado desde que murió. Pero en otros años, cuando mis hijos apenas comenzaban a vivir, la casa era una de las más iluminadas y fiesteras del corregimiento, con guirnaldas por todo lado, y faroles, y esas luces de colores que había que cambiarle los bombillos cada tanto. Venía gente de todas partes. Algunos que, ahora que lo pienso, nunca volví a ver cuando llegaron las desgracias y otros que abandonaron el campo para irse a vivir a las ciudades, a depender de los hijos ya grandes.
Yo si no puedo con eso. Siempre he intentado ser un hombre independiente, incluso ahora, en la vejez, cuando el sólo hecho de ir de la cama al baño se ha convertido en una odisea, porque todo me duele. Pero prefiero ser una incomodidad para mi mismo que para otros, como mi hijo y su esposa, que no hayan dónde ponerme para no estorbar.
Siempre disfruté las Navidades cuando estaba viva Silvia. Primero con mis hijos cuando eran niños, luego con mis nietos, aunque las infernales criaturas me escondieran la caja de dientes a cada rato y ahuyentaran mis gallinas, tanto que algunas no volvieron a aparecer jamás. Pero aún así, fueron Navidades bonitas.
De vez en cuando —y a veces, más por esta época—, despierto con la sensación de que Silvia está al lado mío y siento el impulso de hablarle al oído para que nos levantemos a preparar el masato y la natilla, y a alistar el vino y las galletas para los invitados. En ocasiones también me quedo mirando firmemente a la oscuridad de la sala y me parece estar viendo el árbol de navidad todo iluminado, con esas bolas gigantes que traía mi hija, la menor, desde el extranjero, con los papás Noel que bailaban y ese trencito que daba vueltas por todo lado y que volvía loco de risa a mi nieto mayor, y siento también el olor de ese pavo en rodajas que le regalaban a mi hijo en el trabajo y el de la carne en los asados de los 25 de diciembre, escuchando explotar los voladores en el cielo azul. Hoy en día ya no soporto ese ruido del demonio. Los borrachos del pueblo comienzan a beber y a quemar pólvora desde el siete de velitas, casi a diario, como si uno no tuviera nada más que hacer en la vida que aguantarse sus fiestas y su felicidad, como si nunca les hubiera faltado alguien en la vida.
Si Silvia supiera cuánto la extraño. Aunque seguramente no me creería. Ahora que lo pienso, en todos los años que vivimos juntos, fue más la desconfianza que me tuvo que el amor. Como aquella Navidad, precisamente, en que me quemé el lomo cogiendo café en la finca de los García, para ganarme unos pesos y poder llevarle regalos a los niños, y me recibió con una cantaleta ni la tremenda por haberme perdido todo el día, imaginándose que andaba quién sabe con quién. Pero yo la amaba así. O al menos eso vine a saber cuando se fue, vine a darme cuenta de lo mucho que la amaba, incluso cuando me cantaleteaba.
Pero ahora que Silvia se fue no soporto estas fechas. Es que, ¿morirse un 24 de diciembre? ¡Carajo! Todos nos tenemos que ir, eso lo sé. Pero no así y no en plena Navidad. El único consuelo que le queda a uno es vivir de los recuerdos, y pensar en tantos diciembres que tuve a Silvia tan cerca, en esta misma casa, todos riéndonos y abrazándonos como si el mundo jamás se fuera a acabar, mientras repartíamos los regalos. Y ahora que hablo de eso y recuerdo, nunca pedí algún tipo de obsequio para Navidad, ni siquiera cuando era niño, nunca creí en esos cuentos absurdos del niño Dios y Papá Noel que le inventan a uno, pero ojalá existieran, ojalá, yo pediría que me llevaran a donde está Silvia, ese sería un gran regalo de navidad, aunque fuera el último.