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Entre la pertenencia y la exclusión: el laberinto familiar

Dedicada a la práctica psicoterapéutica individual y colectiva, Marianela Vallejo Valencia cree que el método de las constelaciones familiares, que desarrolla y del que escribe, puede ser de mucha ayuda para superar conflictos personales, equilibrando pasado y presente de los consultantes.

Jorge Cardona

26 de marzo de 2018 - 08:46 p. m.
María Giulia Ducci
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Todas las familias tienen problemas. Unas más complejos que otras, pero todas enfrentan dilemas inherentes al desarrollo individual o colectivo de sus integrantes. Un componente fundamental de los seres humanos es su estructura familiar y de esa red se desprenden muchas de sus manifestaciones. Desde esa perspectiva es claro que también en el horizonte de la evolución mental y emocional existen conexiones claves con el árbol familiar. Además de los rasgos físicos, se hereda mucho más de los padres o abuelos.

Son ideas que a diario constata en su terapia de constelaciones familiares Marianela Vallejo Valencia, una mujer transida por los duelos, con una vida intensa en experiencias y conocimiento, que sabe bien que toda persona es pieza de un eslabón donde se explican muchas cosas. Que cada consultante que se acerca a su práctica psicoterapéutica privada o vincular, guarda en sí mismo un archivo familiar lleno de sucesos o circunstancias que también plantean conflictos que pueden resolverse.

Ella sabe que las constelaciones familiares tienen sus detractores que reclaman evidencias científicas, pero en su trabajo semanal, en contacto con hombres y mujeres que buscan reparar o afianzar sus vínculos personales, testifica que todos tenemos una historia ancestral, donde a veces hay emociones encriptadas que se pueden liberar. Con ánimo investigativo, además de su trabajo terapéutico, ya va por su séptimo libro sobre el tema, con el propósito de sintetizar nuevos aportes para su comprensión.

Marianela Vallejo es vallecaucana, con hermano mellizo y hogar cafetero y liberal forjado en Tuluá (Valle), en la época en que El Cóndor y otros “pájaros” decidían quién debía vivir o morir, como escribió Álvarez Gardeazábal, cuya familia vivía a la vuelta de su casa. Al final, con padres y hermanos huyó hacia Bogotá en 1950 e ingresó al colegio Alvernia, de monjas franciscanas, donde se destacó académicamente pero no pudo superar su miedo a la muerte. Algo había quedado de la barbarie que vio en sus calles de infancia.

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Hacia 1961 ingresó a la Universidad Javeriana, justo en el momento en que, en la facultad de Filosofía y Letras, se creó el Departamento de Psicología. Antes de concluir su formación profesional, enfocada en el interés social, se vinculó al trabajo con jóvenes delincuentes en una correccional de menores. Eran abusadores, homicidas, pero debía escucharlos. Entre sus propios recuerdos y los de los castigados, buscaba entender el origen de la violación de las normas y la violencia.

Como rápidamente formó hogar con un exitoso asesor empresarial que le llevaba 17 años, tuvo el privilegio de buscar un posgrado en Europa y así llegó a Bélgica a estudiar Ciencias Psicológicas. Fueron primero dos años, y después otros más en Ginebra (Suiza), donde pudo escuchar varias veces al reconocido epistemólogo Jean Piaget, o a Barcelona, donde entró en contacto directo con el psicoanálisis en calidad de practicante en un hospital. Cuando retornó a Colombia hacia 1972, ya su enfoque estaba centrado en la familia.

Entre sus asesorías al ICBF o su desarrollo personal independiente, nunca perdió de vista su urgencia de seguir indagando el origen de las dificultades entre padres e hijos, hermanos o sobrinos, abuelos o tíos, incluso de nexos perdidos en cadenas o genealogías de borrados ancestros. El duelo forzó también que explorara en su propia alma las raíces del amor y la ausencia. Hasta que el destino la llevó a mediados de los años 90 a México, donde tomó contacto con las constelaciones familiares.

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Ya sabía de las ideas del teólogo y pedagogo alemán Bert Hellinger y su historia personal ligada al análisis de la familia. La herencia de resistencia de sus padres al nacionalsocialismo, su reclutamiento para el ejército a los 17 años y sus días como prisionero escuchando recuerdos. 16 años como misionero con los zulúes en Sudáfrica o el cambio de rumbo al dejar el sacerdocio y empezar su formación psicoanalítica hasta desarrollar su propia terapia. La misma que cuando Marianela Vallejo conoció decidió llevar a Colombia.

Por eso, tras conocer personalmente y escuchar a Hellinger, fue una de las pioneras de la difusión de su obra. Inicialmente a través de talleres y cursos de formación, y después con su propio sello de terapista, hasta crear su propio modelo de supervisión. Con dos aliadas incondicionales en su travesía personal: su madre Pastora Valencia, que vivió hasta los 90 años sumando líneas a sus memorias inéditas “instantes de mi vida y diálogos del alma, y su hija María Fernanda, artista plástica e ilustradora de sus libros.

Con reconocimiento aparte al budismo que también transformó su vida, o al entendimiento de la compasión como eje para tratar con toda clase de seres, hoy ocupa sus días en demostrar cómo rastreando nuestros antepasados o sacando a la luz sus historias silenciadas, también se edifica un presente reparador y comprensivo. Lo hace como conferencista o docente, como coautora o terapista y, por supuesto, como madre, hermana o abuela que también ausculta en los pasos de su familia.

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El rol de los ausentes o fallecidos que no pierden su pertenencia, los excluidos que tarde o temprano terminan por pasar su factura, las jerarquías que cuando se desconocen crean desajustes, y las envidias, rencores o preferencias que corroen las familias cuando no se moldean, todos factores incluyentes en las constelaciones familiares. A través de la representación corporal de sus acciones, en una suerte de teatro mudo para identificarlas, se alivian muchas tensiones, se reconocen errores y hasta se superan crisis.

En ocasiones, sin interés por admitirlo o evaluarlo, los integrantes de una misma familia en diferentes generaciones tienden a repetir patrones de conducta que se pueden revertir si son equivocados. O a transgredir pautas aceptadas por la red de enlaces familiares, desatando conflictos. Marianela Vallejo lo identifica en su práctica psicoterapéutica, y en ella misma busca respuestas para equilibrar el pasado y el presente de sus constelados. No aporta conclusiones inobjetables o científicas, pero sí reflexiones que pueden ayudar.

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“Hay órdenes del amor que se pueden poner al servicio de la vida, y órdenes de ayuda colectiva que aportan al crecimiento personal”, sintetiza con la convicción de que las constelaciones familiares que aborda y de las que escribe, son eficaces para reconciliar opuestos, compensar lo entregado con lo recibido en el contexto parental, reconocer dolores o exclusiones, o sanar heridas que a veces parecen inextinguibles. No es asunto de creer o dudar. Es entender que el círculo familiar es un polo a tierra con matices

Por Jorge Cardona

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