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Filosofía para niños

Filósofos enseñan a padres y maestros cómo aprovechar el potencial intelectual de los menores.

Diego Antonio Pineda*
27 de agosto de 2008 - 09:39 p. m.

“Papá, ¿qué es volumen?”, me preguntó mi hijo cuando apenas tenía cuatro años. Me había puesto como regla por entonces no responder de una forma directa a sus preguntas, sino intentar primero indagar, junto con él, por cuál era el verdadero origen de esas preguntas fascinantes que a cada instante le asaltaban.

“¿Dónde has escuchado esa palabra?”, fue lo que alcancé a responderle. “Mira, papá. ¿Recuerdas que tú me regalaste una grabadora? Pues tiene un botón que se llama volumen y que, si lo muevo para un lado suena más duro; y, si lo muevo para el otro, suena más pasito. Pero ayer estaba viendo televisión y apareció la propaganda de un champú nuevo, y dice que le da ‘más volumen’ al pelo. Pero, papá, en mi pelo yo no tengo botones ni mi pelo suena…”.

Lo que vino a continuación fue un diálogo en donde, a partir de preguntas, observaciones y razonamientos diversos intentamos, entre ambos, encontrar el significado y los diversos usos que una palabra, aparentemente tan familiar como volumen, adquieren en nuestra vida ordinaria. El ejercicio se repitió una y otra vez a lo largo de un cierto tiempo, en donde indagábamos unas veces por las razones por las cuales los círculos carecen de puntas, los bombillos de su cuarto producen luz, el Sol no se cae sobre la Tierra o qué es lo que ocurre con las personas que han muerto. Muchas de sus respuestas eran fantásticas, fruto de una imaginación poderosa; pero nunca incoherentes.

 Había, tanto en sus preguntas como en sus respuestas, una lógica muy fina que rompía todos mis esfuerzos por atenerme a los principios clásicos del pensamiento lógico. Había algo que me resultaba a la vez tremendamente razonable y profundamente desestabilizador. ¿Qué podría haber de común entre las preguntas e hipótesis fantasiosas de un niño y las teorías filosóficas que yo mismo venía estudiando y enseñando a lo largo de tanto tiempo?

Ante todo, lo que veía en mi pequeño hijo era una profunda perplejidad. Después de su esfuerzo por dominar las palabras y fijarles su sentido, esas mismas palabras que creía dominar adquirían nuevos y confusos significados. ¿Qué pasaba con las palabras y sus significados? ¿En qué consisten los significados de las palabras? ¿Por qué mutan los significados de forma tan asombrosa? Tales preguntas parecían estar implícitas en el interrogante de mi hijo… y eran también, ¡oh sorpresa!, las mismas preguntas que se planteaban muchos de los filósofos contemporáneos.

Ya desde Aristóteles se anunciaba que todo esfuerzo por filosofar nace de la admiración, del poder de asombro. Incluso Aristóteles decía que también el que ama los relatos (los mitos) es, a su modo, un amante del saber. ¿Puede haber acaso un


mejor amante de los mitos que el niño? ¿Puede haber alguien que esté, como él, en capacidad de admirarse? Y, sobre todo, ¿cómo hacer de esa experiencia primigenia del filosofar una fuerza que ilumine todo nuestro proceso formativo?

Eran esas preguntas las que me asaltaban. En muchas otras partes del mundo, cientos de filósofos se hacían preguntas semejantes. Uno de ellos, el norteamericano Matthew Lipman (profesor por muchos años de la Universidad de Columbia) incluso había ya empezado a elaborar un programa orientado a propiciar el ejercicio filosófico de los niños bajo el paradójico nombre de “Filosofía para niños”. Se trataba de un currículo filosófico basado en novelas, en donde un niño contaba a otros sus experiencias mas fundamentales en su casa, colegio o grupo de amigos, al tiempo que se planteaba diversos tipos de preguntas filosóficas en torno al conocimiento y el significado, el sentido de nuestras acciones y creencias o la validez de nuestros pensamientos y emociones.

He tenido ocasión de traducir en Colombia cada una de estas novelas filosóficas de Lipman (de las cuales, las más conocidas son Pixie, El descubrimiento de Harry y Elisa), al tiempo que producir algunas historias nuevas surgidas de diálogos con mis hijos y otros niños con los que mantengo trato habitual.

Lo que está a la base de este modo de hacer filosofía, que tiene como uno de sus motivos esenciales la formación del pensamiento de los niños, es una finalidad a la vez filosófica y educativa. Se trata, en primer lugar, de restablecer para la filosofía su inocencia perdida, es decir, lograr que el hombre común tenga un acceso a los problemas filosóficos a partir de los interrogantes más comunes que le asaltan en su vida cotidiana. Pero se trata, también, de intentar inventar una nueva forma de aprender en la cual el aprendizaje no sea tanto el fruto de las enseñanzas que otros nos entregan desde fuera sino del esfuerzo propio por pensar los problemas que nos interesan entendiendo todos sus supuestos y asumiendo todas sus consecuencias.

Pues no es de lo extraño y novedoso de lo que el filósofo se admira, sino del más maravilloso espectáculo que se abre día a día ante nuestros ojos: el del misterio de que las cosas sean como son.

*Profesor Asociado Facultad de Filosofía Pontificia Universidad Javeriana

diegopi@javeriana.edu.co

Por Diego Antonio Pineda*

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