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La inesperada muerte de Donna Summer pone en evidencia la fragilidad de las estrellas. A pesar de alcanzar cierta gloria, mucho dinero y fama planetaria, su condición es igual a la de cualquier mortal. La mayoría transitan lejos de la felicidad legítima, con una fama que vuela sin rumbo; y la de las celebridades está más asociada a frustraciones, tristezas, drogas, depresiones y suicidios. Es exótico encontrar a un artista del top mundial, que no haya tenido afinidad con estos episodios.
La “Reina de las discotecas” no fue la excepción, a pesar de haber fallecido tempranamente de un cáncer de mama (o pulmón), su vida artística también fue tormentosa. Se habla de varios intentos de suicidio, lo cual influyó en un retiro de casi 20 años y vinculada a un movimiento religioso. A tiempo pudo entender que la fama es peligrosa, que su peso es ligero al principio, pero se hace cada vez más difícil soportarlo y complicado de descargar.
Hacer parte de un mundo de celebridades se está convirtiendo en grave problema de salud pública. Solo basta recordar como han terminado muchos de los más reconocidos cantantes del mundo que fueron desbordados por las ansiedades colectivas. Kurt Cobain (vocalista de Nirvana) falleció trágicamente (suicidio) a los 27 años, ingresando al Club 27, grupo de músicos fallecidos a los 27 años, como Robert Johnson, Brian Jones, Jimi Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin y Amy Winehouse. Muertos por drogas, conflictos o suicidios.
Aparte de ellos la lista es grande y funesta, desde Elvis Presley (fallecido a los 42) hasta Michael Jackson (a los 50), pasando por John Lennon (asesinado a los 40), Freddie Mercury (muerto de SIDA), Antonio Vega, Bob Marley, George Harrison, Andy Gibb (las drogas le pasaron factura a los 30), Maurice Gibb (a los 53, falla digestiva), Robin Gibb (62, cáncer de hígado, falla digestiva), etc. A ellos se unen grandes mujeres que marcaron un antes y un después en la música zarandeadas por las drogas o el alcohol. Nombres como Billie Holiday, Lucha Reyes, Lupe Vélez, Edith Piaf, Janis Joplin, Amy Winehouse o, recientemente, la malograda Whitney Houston (48), cuyas carreras se vieron truncadas de manera trágica.
La lamentable muerte de Robin Gibb nos recuerda que su popularidad mundial (Bee Gees) se inició en un modesto artículo escrito en el New York Magazine, titulado “Ritos tribales del nuevo sábado en la noche” que originó en 1977 “Fiebre del Sábado por la Noche”, película dirigida por John Badham, protagonizada por John Travolta, con la banda musical de los Bee Gees. Este film impulsó el movimiento Disco por todo el mundo convirtiéndose en un fenómeno sociocultural. (De los hermanos Gibb sobreviven lo dos mayores, María Helena y Barry).
Para engrandecer la onda Disco le siguió “Por fin ya es viernes” (1978), cuya banda sonora a cargo de Donna Summer compitió por el Óscar con “Grease”, ganándolo en 1979 con “Last dance”. Lo positivo de la Summer es el precioso legado musical que deja, al marcar una de las épocas más inolvidables del entretenimiento, el ocio y la fiesta. La “Reina Disco” ayudó a fijar un estilo de vida para el mundo (escuchar su historia en audio adjunto) y en sus últimos años trató de “terrenalizarse” para disfrutar de la vida.
La popularidad y el reconocimiento es una golosina que se vuelve adictiva, muy peligrosa para la salud mental y la propia vida. Es inherente a la condición humana, hasta el Dalai Lama y la mayoría de yoguis de la India, a pesar de su ascetismo y espiritualidad, disfrutan de su popularidad como líderes. Así sean inolvidables e icónicos, los artistas desnudan el riesgo de la fama. Nos dejan una lección más; la fama no es sinónimo de gloria, con su toque farandulesco trae soledad y tragedia. Un éxito tan frío como el hielo y tan poco hospitalario como un desierto. Es más famoso y feliz quien tiene al menos a una persona que lo ame... no quien tiene miles de fans que lo alaben.
Por FABIO AREVALO ROSERO MD, colaborador de Soyperiodista.com