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La Navidad llegó para los Murillo

El coronel Enrique Murillo sobrevivió, incluso, a la mordida de una anaconda.

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Daniella Sánchez
15 de junio de 2010 - 02:10 a. m.
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“Tenía hambre y escogió al más grande”, dijo el teniente coronel Enrique Murillo Sánchez al describir el episodio más difícil que tuvo que soportar durante su secuestro: la mordida de una anaconda. Sucedió apenas hace cinco semanas, mientras él y sus compañeros se bañaban en un río. Sintió un agarrón e intentó librarse del animal que dejó en una de sus piernas 42 dientes marcados. La guerrilla tuvo que cuidar de él por días; una inyección neutralizó el veneno del animal.

Hoy, libre por fin de las cadenas que lo mantuvieron en cautiverio 11 años y siete meses, está contagiado de la fiebre del fútbol. “Antes de responder a su pregunta, señor periodista, ¿hay partido del Mundial hoy?”, manifestó entre risas el oficial en la rueda de prensa que se organizó en la Dirección de la Policía Nacional. Aficionado a este deporte, del que no ve un juego hace ocho años, expresó que se muere por volver al estadio con su hermano Emiliano, quien a su vez dijo que no aguantaba las ganas de jugar fútbol juntos o de escuchar un vallenato.

El pasado domingo, a mediodía, escuchó un tiroteo y salió en la huida. Al no saber qué estaba pasando, el miedo lo inundó y lo empujó a un río, en el que se sumergió para protegerse de las balas, mientras buscaba en el agua espacios seguros que evitaran que la corriente lo arrastrara. Ahí se mantuvo firme, esperó a que el supuesto enfrentamiento se acabara y, al sentir el sobrevuelo de un helicóptero, entendió que había llegado el Ejército y que estaba salvado. “Temía que me confundieran con un guerrillero, pero también temía que la guerrilla me volviera a coger”, confesó Murillo.

El mismo día en que tres oficiales de la Policía y un soldado del Ejército fueron rescatados por las Fuerzas Militares, la Navidad empezó a arribar al hogar de los Murillo Sánchez, en el sur de Bogotá. Su madre, doña Robertina, había dicho que los regalos de la Nochebuena los iba a tener guardados hasta que su primogénito regresara: “Yo le dije al Niño Dios que los iba a recoger (el pesebre y el árbol) hasta que me trajera a mi hijo y así fue, bendito sea mi Dios”. De igual forma, la habitación del oficial ha permanecido intacta: allí lo esperan el diploma de la Escuela General Santander y el sable con el que se hizo acreedor al título de campeón nacional de esgrima.

La Policía está evaluando si saca a sus recién rescatados hombres del país por cuestiones de seguridad. Murillo, seguramente, continuará trabajando para la institución. En cartas enviadas desde la selva a su familia, dejó claro que este era su deseo una vez recuperara su libertad. Uno de sus tres hermanos, William, también perteneció a la Fuerza Pública, pero renunció tras ser enviado a Cartagena del Chairá, un municipio de Caquetá de alterado orden público. Murillo estuvo en zonas rojas como Puerto Alvira (Meta) y Majagual (Sucre), pero, por supuesto, los mayores riesgos los enfrentó en Mitú (Vaupés), hasta que el 1° de noviembre de 1998 sus miedos se hicieron realidad y se convirtió en un cautivo más de las Farc.

En el reencuentro con sus familiares, en el aeropuerto militar de Catam, el oficial se vio confundido en varias oportunidades. Le costaba reconocer plenamente a Leonardo y Sebastián, de 12 y 11 años de edad, los hijos que la guerra no le había permitido conocer. Tiene cuatro sobrinos —sólo había visto a uno recién nacido, en 1997— y todos se negaron a hacer la primera comunión sin la presencia de su tío. En su casa dejaron de celebrar las fiestas decembrinas, el Día de la Madre, el Día del Padre o cualquier otra fecha especial. Le enviaron mensajes por radio, se encomendaron a la Virgen y al Sagrado Corazón de Jesús. Durante años, con un dolor que no mermaba, creyeron que sus súplicas no estaban siendo atendidas. Pero una operación militar bautizada ‘Camaleón’ les devolvió a la familia Murillo Sánchez la esperanza y las ganas de festejar.

Por Daniella Sánchez

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