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La santa de Cartagena

Los habitantes de una veintena de pueblos bolivarenses y un ex embajador quieren que el Vaticano estudie la vida y obra de la monja austriaca que durante 40 años luchó por las comunidades negras y fue detenida y torturada durante el gobierno de Julio César Turbay.

Nelson Fredy Padilla
22 de enero de 2008 - 02:39 p. m.

En Pasacaballos, un humilde corregimiento que flota desde hace 233 años junto a los mangles de la desembocadura del río Magdalena en la Bahía de Cartagena, se encomiendan a la madre Herlinda Moises incluso antes de las partidas de dominó. A la sombra de las palmeras se habla de sus milagros, desde cómo curaba enfermos de tuberculosis y pulmonía hasta cómo se salvó, en los tiempos del Estatuto de Seguridad, del ataque de una culebra mapaná con la que los militares la encerraron en su calabozo para que confesara que era guerrillera del Eln.

En Salzburgo, una de las más bellas ciudades de Austria, la devoción por esta religiosa es tan fervorosa como cuando se llenaba la catedral para oírla predicar y reclamar ayuda para los negros marginados de Cartagena de Indias y enmendar el daño de los conquistadores europeos en América. De esto fue testigo en 1982 el entonces embajador de Colombia en Viena, Gustavo Rodríguez Vargas, quien observó a centenares de fieles arrodillados a la espera de su bendición y a muchos otros ofreciéndole su apoyo.

Los cardenales de ese país le dijeron que la monja había sido expulsada por orden del gobierno del presidente Julio César Turbay Ayala y le pidieron su intervención para que le restituyeran la visa y pudiera regresar a Pasacaballos, “su verdadera patria”. Esta mujer no puede ser una guerrillera, pensó en la catedral, y se metió de cabeza en el expediente. Fue detenida en octubre de 1976 durante la ocupación de la casa de las hermanas franciscanas de María Auxiliadora, por parte de la Infantería de Marina de Cartagena, y acusada de rebelión junto a tres sacerdotes con los que había creado la Fundación Social Cristiana, que hoy beneficia a más de 30 mil personas con un centro médico 24 horas y microempresas agrícolas y pesqueras.

El ex senador Rodríguez asegura que todo lo que le sucedió desde entonces “tiene olor al milagro de la santidad”. Justo por esos días lo llamó a Viena un general de las Fuerzas Militares colombianas, para quien pide reserva de identidad: “Me imploró que lo contactara con la madre, porque era quien la había acusado y, luego de que a él le diagnosticaron cáncer en el cerebro, quería pedirle perdón de rodillas”. La respuesta de Sor Herlinda fue que no le guardaba rencor alguno, que Dios era el que se encargaba de juzgar los actos de los hombres. El comandante falleció a los pocos días.

Con el visto bueno del presidente Belisario Betancur, el embajador le devolvió la visa y la “Misionera de la Bahía”, como la conocen en el litoral del departamento de Bolívar, regresó en medio de los vítores de sus feligreses.

Ahora, dos años después de la muerte de la religiosa, una veintena de comunidades negras beneficiadas por sus obras y el propio ex embajador Rodríguez Vargas quieren promover ante la Iglesia colombiana que su vida y obra sean estudiadas y su nombre incluido en la lista de canonizables del Vaticano: “Yo después fui a buscarla a Pasacaballos con mi esposa y la encontramos, barretón en mano en medio de los negros, haciendo los huecos para levantar un puesto de salud. Era una santa que trajo muchas bendiciones no sólo allá sino a mi familia”.

Buena parte de la historia acaba de ser recopilada en el libro Misionera, esperanza de los desvalidos, escrito por Gladys Daza Hernández y editado por Margaretha Moises, hermana de Herlinda, también religiosa y quien sigue al frente de la obra. La edición en español ya empezó a circular entre sus seguidores, y otra en alemán, será lanzada en Austria. El embajador de ese país en Colombia, Hanz Peter Glanzer, piensa que Sor Herlinda “es un ejemplo para la humanidad”.

Los descendientes de los esclavos africanos que fundaron este pueblo tras escapar desde Cartagena, la vieron llegar a mediados de los años 60 junto a otras dos novicias austriacas que se habían embarcado hacia Colombia a finales de 1951 en el trasatlántico Vesubio en Génova, Italia. Llegó a la casa franciscana del barrio Getsemaní, aprendió español y empezó evangelizando a los pobladores negros de Chambacú, a pleno sol, con un hábito de paño grueso y un velo negro.

Fue maestra en Sahagún (Córdoba), Mompós y El Carmen de Bolívar; en el Colegio Palermo de San José de El Poblado, de Medellín, y en Guarne (Antioquia), antes de conocer “la situación infrahumana” de Pasacaballos, donde la gente sobrevivía a punta de ñame, donde funciona el relleno sanitario de Cartagena, adonde llegó el alcantarillado en 2007.


Al comienzo enfrentó la prevención tras los primeros debates generados por la Teología de la Liberación promovida por los sacerdotes españoles Domingo Laín y Manuel Pérez, quienes llegaron al país por Cartagena en esa misma época. Pero la hermana Herlinda no tenía tiempo para hablar de política sino para educar analfabetos, enseñar higiene y ecología, atender enfermos y conseguir leche, harina, aceite y arroz. Empezó a recibir apoyo desde su país a través de voluntarios como Conrad Piock, junto a quien construyó las primeras escuelas de Ararca, Santa Ana, Leticia, Bocachica, Barú, Lomas e Islas del Rosario, aulas donde difundió la obra de San Pedro Claver.

En 1968 fue nombrada coordinadora de las escuelas de los pueblos de la bahía por la Secretaría de Educación del departamento de Bolívar y enviada a Bogotá como miembro del comité organizador del Congreso Eucarístico para la visita del Papa Pablo VI.

Los pescadores recuerdan la fuerza de sus brazos y su temple, “tremenda santa brava”, a quien preguntaban por qué no se había quedado con su familia de origen noble, en el país que les describía con pistas de nieve, fuentes de aguas termales en las que se bañaba la realeza europea, bosques alpinos donde se rodó La novicia rebelde. Y ella les respondía: “¡Claro que estaba mejor en mi tierra natal! Allí no tenía que enfrentar ni desnutrición, ni falta de higiene, ni analfabetismo, ni temor a la violencia... pero aquí he tenido la oportunidad de encontrarme con la humanidad en carne viva, con el lugar de revelación más maravilloso... En contacto con los despreciados de los poderosos he aprendido más sobre justicia, amor y esperanza que en los libros”.

Después de la misa les contaba a sus “hermanos” cómo terminó entre ellos. Tenía 11 años de edad cuando vio cómo fueron reemplazados los crucifijos de su colegio por retratos de Adolfo Hitler. La policía secreta la sacó del salón de clases por haber recitado una poesía en la iglesia del poblado austriaco de Bad Hofgastein, donde nació en 1928. Volvió indignada a su casa, buscó las banderas de oposición al Führer que su padre guardaba, corrió al balcón y las exhibió justo cuando la Segunda Guerra Mundial comenzaba.

El árbol genealógico de su familia fue investigado hasta la quinta generación para constatar si existía en él alguna raíz judía. Se salvaron pero vio desfilar a muchos prisioneros. Se unió a las Juventudes Católicas que retaron a las Juventudes Hitlerianas y marchó en peregrinación hasta Roma. Cuando se graduó como maestra misionera, la guerra había terminado y su congregación la envió a Colombia.

Por eso mantuvo la calma, refugiada en la Biblia y en la literatura, hasta que recobró la libertad en mayo de 1977, luego de cinco meses de detención. En su diario está la reflexión “Se hace camino al andar”, inspirada en la poesía de Antonio Machado, donde habla de una “lucha diaria sin cuartel, contra la pobreza, contra la ignorancia, contra los prejuicios, contra el desaliento, contra la persecución abierta e inmisericorde”. También acudía a Borges y citaba sus versos como oraciones: “Dame, Señor, coraje y alegría para escalar la cumbre de este día”. En la escuela Madre Herlinda hay más de un alumno poeta.

Sin embargo, la presión política de ese momento llevó a sus superioras franciscanas a exigirle que decidiera si se quedaba con el Equipo Misionero de la Bahía o con su comunidad religiosa y ella prefirió a Pasacaballos. Entonces la orden pidió, en carta al presidente Turbay, que la expulsara por desobediencia. Durante ese exilio obligado, recibió en Austria el premio humanitario Monseñor Óscar Romero y, antes de conocer al embajador Rodríguez Vargas, viajó a Estocolmo el día de la entrega del Premio Nobel a Gabriel García Márquez para pedirle que intercediera por ella. Lo esperó con un ramo de rosas amarillas y habló con su esposa, Mercedes Barcha, quien denunció su situación.

Apenas volvió a Cartagena de nuevo fue interrogada por los militares, al igual que su hermana Margaretha, a quien confundieron con Herlinda y fue llevada a los sótanos del DAS en Bogotá. Después sólo recibieron disculpas.

Nunca demandó ni fue indemnizada por los atropellos que sufrió, pero la Presidencia de la República exaltó su labor social en 2002; la Alcaldía de Cartagena la condecoró como “Maestra de maestros” y le otorgó la Orden Civil al Mérito, y fue una de las mujeres Cafam de 1995. El gobierno de Austria le hizo un reconocimiento por su lucha contra la pobreza y ahora su fundación cuenta con el respaldo de entidades europeas como Manos Unidas de España y colombianas como el Instituto de Bienestar Familiar, la Fundación Mamonal y el Ministerio de Cultura.

De visita en Austria le detectaron cáncer en el hígado y su familia le pidió  quedarse para recibir tratamiento. Ella rechazó las quimioterapias y acudió a sus benefactores para volver en un avión ambulancia, a morir en noviembre de 2006 en Pasacaballos, “a dejar mis huesos donde gasté mi vida”. La despidieron un arzobispo, treinta sacerdotes, el embajador de Austria y miles de fieles.

Muchos ahijados  de Herlindas acuden a diario a su tumba para orarle y pedirle favores. Jorge Luján López, de cuya hija fue madrina, asegura que “va camino a la beatificación”. Margaretha Moises admite: “La gente tiene a mi hermana como una santa y esa es la voz del pueblo”.

Por Nelson Fredy Padilla

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