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En el 2000 casi la matan. O no. No lo podían hacer porque a la persona que le habían encomendado la misión de robarle los ocho o nueve millones que llevaba en la cartera le habían advertido: “Si la matás, te matamos”. Olinda García, madre comunitaria, se bajó de un taxi a la entrada de su casa, en el barrio La Estrella, al sur de Bogotá. Un carro rojo y dos motos la estaban esperando. Se aferró al bolso, en el que llevaba el dinero para el mantenimiento de 25 hogares de bienestar de Ciudad Bolívar, y alcanzó a vociferar: “¡Mierda, me van a robar!”.
Semanas antes doña Olinda había recibido llamadas y cartas chantajeándola, exigiéndole que cada mes entregara —quién sabe a quién o quienes— el 2% del presupuesto que el ICBF le consignaba para repartir entre las madres comunitarias de Ciudad Bolívar. Ella se negó, por eso llegaron hasta su casa a cobrarle la cuenta.
Uno de los motociclistas, con cara de muchachito, se le abalanzó. La tiró al piso. Intentó arrebatarle el bolso pero ella no se dejó. Él le pegó con la pistola en la cabeza. Ella le arañó la cara. Él disparaba al piso, muy cerquita a ella, para asustarla. “No la vas a matar porque te matan”. Los vecinos gritaban que la dejaran en paz. Una de sus hijas, de 14 años, se metió a defenderla. La cogieron de carnada: “Si no soltás el bolso la matamos”. Ahí sí se aplacó la fiera que tenía adentro y les entregó la plata.
El susto le dejó un hematoma en la cabeza que todavía tiene que examinar periódicamente. Ser líder de las madres comunitarias bien podría ser uno de los trabajos más peligrosos en este país. Que lo diga doña Olinda, madre comunitaria desde 1987 —cuando nació esa figura en el país— y presidenta desde 1991 del hoy llamado Sindicato Nacional de Trabajadoras al Cuidado de la Infancia en Hogares de Bienestar (Sintracihobi). Desde ese momento, hay que decirlo, se le acabó la tranquilidad.
La escogieron como vocera y ese nombramiento le ha valido tres intentos de secuestro, amenazas, señalamientos de guerrillera (“a mí me han tildado de ‘elena’, de las Farc. Lo único que no han dicho es que soy ‘paraca’”), luchas contra el Gobierno porque —enumera— o desmejoran la calidad de los alimentos, o les recortan el presupuesto, o no quieren responder por sus derechos laborales, o no les dan las vacaciones que establece la ley.
Todo eso lo cuenta en el segundo piso en que vive, en una loma de Ciudad Bolívar. Desde allí contesta una llamada y dice “aló, habla con Patricia”, y sigue conversando con toda naturalidad, como si ese de verdad fuera su nombre y no Olinda. Ya se acostumbró a llamarse de muchas maneras, a cambiarse la apariencia del pelo —que hoy luce negro, corto y lacio— por un tono rubio o rojizo, por unos rizos prolongados que le caen a la espalda. Se lo recoge. Se lo suelta. Adelgaza. Usa gafas oscuras. Se viste con ropas anchas. Se acomoda en unos pantalones apretados. Siempre es una persona diferente. Así se ve en las fotos viejas que conserva en su casa. Lo hace por seguridad, dice ella.
Desde el sofá blanco de su casa cuenta: “Nací en Tolima y desde bebecita me llevaron a Cali. Soy la cuarta de seis hermanos. Empecé a estudiar muy tarde, como a los 8 años, por eso casi ni me gradúo del bachillerato; era muy vaga. A los 21 me vine para Bogotá, para no casarme con un novio de toda la vida que quería encerrarme, esclavizarme. Vine dizque a trabajar, pero terminé enredada con un paisa y a los 22 tuve a mi primera hija: Ana Judith. Tengo dos hijas y una que se me murió faltándole cuatro días para cumplir el año. Con las niñas y mi esposo nos vinimos a vivir acá, a esta casa”.
En esa casa se entrenó en la tarea de cuidar niños. Crió a sus hijas y sus sobrinos y los hijos de los vecinos y los de una mujer que estuvo ocho años en prisión. Luego consiguió un trabajo más formal en un jardín infantil y un año y medio más tarde, en el 87, empezó a llamarse madre comunitaria. Aquí, en esta casa, se le encomendó el cuidado de 15 niños.
En el 89 nació el sindicato “porque empezaron a recortar el mercado: la carne, la leche... porque comenzaron a demorarse para entregarnos los dos mil pesos que nos pagaban... porque nos estaban incumpliendo”. Las quejas llevaron hasta un paro nacional.
Viajaron mujeres de todas las regiones. Se tomaron la sede del ICBF. Hubo disparos al aire. Llantos de niños asustados. Piedras. Destrozos en la fachada. Una batalla campal que terminó al anochecer con la firma de un acuerdo. “Desde ahí empezamos a posicionarnos”, dice doña Olinda.
Los episodios que siguen en su historia los cuenta en desorden, sin ningún sentido del tiempo, porque así de caótica ha sido su vida desde que se convirtió en sindicalista. Antes o el mismo año del robo al frente de su casa un funcionario del ICBF la tachó públicamente de guerrillera de las Farc. Ahí vino otra tragedia: empezaron a llegarle amenazas del Eln: “Los líderes como usted deben estar bajo tierra”. Doña Olinda tuvo que contactar a una comandante del Eln en Norte de Santander para pedirle que intercediera.
Por esos mismos días, o antes o después, fue asesinada Sor María Ropero Albernia, madre comunitaria y presidenta del sindicato de Norte de Santander. “A las nueve de la noche tocaron a su casa, abrió su niño, entraron y le dispararon a quemarropa. Ahí, delante de la familia. Diez tiros le dieron”.
“Aquí a uno le toca ver muchas cosas, pero hay que quedarse callado”, asegura la señora Olinda. “En las reuniones en las regiones uno los ve llegar (a los ‘paras’, a los guerrilleros) y entonces le toca a uno cuidarse de lo que dice, o quedarse callado si escucha algo”.
También ha tenido que dar largas batallas con el ICBF. La más dura, dice ella, fue cuando la hoy ministra de Salud, Beatriz Londoño, estuvo al frente de la institución. “No aceptaba reuniones con nosotros. Con esa señora nos fue muy mal”. La última batalla la librarán hoy y mañana con el actual director del ICBF, Diego Molano.
Esta vez ellas reclaman, entre otras cosas, una pensión con el salario mínimo para las madres comunitarias que dedicaron la vida a este oficio y ya están en edad de retiro (el ICBF dice que va a negociar, pero que lo que ellas piden es una cifra muy alta teniendo en cuenta que hay casos en los que las mujeres nunca hicieron un aporte). Esta vez ellas reclaman que se las tenga en cuenta en el programa ‘De cero a siempre’, bandera del presidente Juan Manuel Santos, pero que no se las obligue a hacer parte de él (según Molano la participación de las madres es voluntaria; resalta además que las que hagan parte de esta iniciativa serán formalizadas).
Antes de terminar la entrevista, doña Olinda pregunta con malicia: “¿Y no les conté que también iba a ser monja? ¿Y que hace dos años fui candidata al Senado por el Polo? Cuando vuelvan les echo ese cuento”.
‘Es imposible un régimen especial en pensiones para ellas’
Hay dos temas que hoy inquietan a las madres comunitarias: su participación en el programa ‘De Cero a Siempre’ (que prestará atención “integral y de calidad” a 1 millón 200 mil niños) y el régimen pensional con el que serán cubiertas, teniendo en cuenta que hoy no cuentan con este beneficio. Diego Molano, director del ICBF, les responde:
Las madres aseguran que sólo las menores de 40 años podrán participar en el programa ‘De Cero a Siempre’, ¿es cierto?
No. Todas podrán hacer el tránsito voluntariamente y, dependiendo de su formación, participar como pedagogas o como auxiliares.
Ellas piden poder pensionarse con un salario mínimo, ¿es posible?
Ellas quieren ser tratadas con un régimen especial pero eso, por ley, es imposible. Ya está aprobado que aquellas mayores de 60 años que se quieran retirar, serán cubiertas por el Fondo de Solidaridad Pensional. Hay que definir con qué monto se pensionarían quienes nunca han hecho aportes y las otras que sí han aportado, pero no les alcanza. Hay que dialogarlo.