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Como muchos, comenzaron con nada. Los ahorros del papá de uno, el salario de repartidor de pizza del otro. El dinero del arriendo y así. Como pocos, lo lograron. Lograron hacer nueve discos de estudio (varios con certificación dorada), llenar estadios, inventarse un género (al menos para la clasificación de los críticos) y rockear hasta el borde de la resistencia física durante 30 años.
Sus discos, muchas veces ni siquiera enteramente apoyados por sus propias disqueras, entraron a la lista Billboard y al cuarto desarreglado de varias generaciones de rockeros que pudieron haber aprendido más sobre asesinos seriales en canciones como Piece by piece o sobre Auschwitz en Angel of death que a través de las noticias o los libros de historia.
No se trata de música con moraleja. No es filosofía moderna. Tom Araya, Kerry King, Dave Lombardo y Jeff Hanneman no son Bono y compañía, intentando salvar el mundo con canciones. Tampoco son los jinetes del apocalipsis, aunque si el día llega, algo bueno para hacer será escuchar Slayer, tal vez Raining blood. Todo seguirá mal, pero qué más da.
Slayer es una suerte de estandarte, no sólo para el metal, sino en general para el panorama musical del rock. Es un cliché, pero un cliché cierto. En medio de lo políticamente correcto, la música linda que hincha el alma con optimismo, estos cuatro hombres que bordean y sobrepasan los 50 años, han decidido continuar hablando de Jeffrey Dahmer, el Holocausto judío, la muerte o el fin de los días. Pocas veces la desgracia suena tan bien, tan precisa, tan certera. “Tan pronto como la vida haya abandonado tu cuerpo / mi cara no verás / sin emociones / la muerte es lo único que veo”.
Desde 1981 (aunque su primer disco data de dos años después), Slayer se ha encargado de ensuciarle la vida a más de uno con el riff acelerado (casi desesperado, aunque preciso, fino) de las guitarras de King y Hanneman o la batería atronadora de Lombardo; todo barnizado con el grito, no gutural, no sobreactuado de Araya. Su influencia se siente en las bases del rock pesado e incluso en la obra de muchos otros que tomaron caminos distintos al metal. Decir que Slayer es una influencia también es un cliché, pero también es cierto.
Slayer no se inventó la maldad, ni la muerte, ni la destrucción: la banda encontró un camino musical para hablar de un mundo en perpetua decadencia, lleno de gente sin tatuajes ni pelo largo condenada por homicidio y corrupción. Para citar el evangelio: “Levanta una piedra y ahí me encontrarás”.
Después de varias decenas de giras y cientos de miles de aficionados esparcidos por todo el planeta, Slayer es una de las pocas bandas que no tiene que demostrar nada; algo así como satisfacción garantizada. El corazón de su música, con las variaciones de los años, es el mismo músculo poderoso que ha impulsado a la banda desde el primero, accidentado incluso, Show no mercy, hasta el World painted blood de hoy: una combinación de agresividad, velocidad y habilidad que resulta en una de las mejores bandas de metal.
Si hubiera que atarla a un álbum, Slayer es Reign in blood. Todo lo demás es un cuerpo de trabajo sólido, pero este disco es, irónicamente, milagroso. La dosis justa de todos los elementos correctos en el momento preciso de la historia para convertirse en eso, historia.
Como sucede con otros grandes (Metallica, Megadeth, sólo para nombrar las comparaciones obvias), Slayer es el resumen de todo un género, uno de los puntos más altos de un estilo musical que sin el apoyo de la radio y el sistema oficial lleno de estrellas fugaces es desde hace un par de décadas leyenda y culto.