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La discriminación que he sufrido y que han padecido otros colegas no solo provienen de afuera, sino desde dentro de la propia institución que, en su parte administrativa, la que tiene que ver con servicios generales, se ha mostrado indiferente a las humillaciones que nos han propinado. No sé si indiferente o si lo ha permitido, porque esté de acuerdo con lo que se ha hecho o porque no le importa. Le voy a dar ejemplos de lo que nos sucede a quienes atendemos pacientes toda una noche o en jornadas de 12, 16 y hasta 24 horas. Después de uno de esos largos horarios, bajé a la única cafetería que hay en el edificio donde funciona la clínica para la que trabajo, a comprar un refrigerio. La persona que atendía la barra me dijo que no podía venderme nada porque llevaba bata blanca: una bata que acababa de ponerme, recién lavada y planchada, como se notaba, claramente, por su aspecto.
Le pregunté por qué, si quienes trabajamos en ese lugar somos, en gran mayoría, médicos, enfermeros o personal sanitario auxiliar y su clientela somos nosotros mismos y los familiares de los pacientes. Casi nadie más va a un restaurante de hospital. Me contestó que esas eran las instrucciones que tenía. Y que si salía y me retiraba la bata, me atendería pasándome lo que le pagara para que no tuviera que volver a ingresar. Me negué porque ese tratamiento me pareció ofensivo y me fui sin comer nada. Poco después pusieron en la entrada de la cafetería un letrero que aparenta ser solidario y amistoso, pero que es, en realidad, una forma de discriminación.
A pocos días, se anunció, mediante otro letrero que colgaron a la entrada del centro médico, que se habían instalado unas carpas afuera, en el parqueadero, para que los médicos y el resto del personal sanitario pagáramos la comida en el restaurante, nos la entregaran en la puerta y nos fuéramos a la carpa a comer ¡Segregación indignante! Nunca volví a comprar nada allá, pues me siento víctima de maltrato. A partir de ese momento, llevo mis almuerzos y comidas desde mi casa. Después, por si fuera poco, volví a sentir humillación: regresaba a mi casa y cuando caminaba hacia allá, vi una tienda abierta. Entré a comprar una gaseosa. Apenas la tendera me vio, empezó a gritarme delante de las otras tres o cuatro personas que estaban presentes: “Aquí no se le vende nada a ustedes. ¡Sálgase de mi tienda, virus ambulante!”, me dijo a todo volumen. Me fui con una confusión de sentimientos en mi interior. No sabía si devolverme e responderle a la ofensiva señora o si seguir sin decir nada, hacia mi casa. Esto último fue lo que hice. Lo cierto es que sentí dolor. Y más todavía por la falta de solidaridad de los otros compradores que se encontraban en la tienda y se quedaron callados sin protestar ni salir en mi defensa. Pienso que si, algún día, hay una emergencia médica cerca de mi casa, seguramente acudirán a mi puerta para pedir que vaya ayudarles.
Mis compañeros son más resignados que yo. Aunque comparten, conmigo, mi molestia, opinan que es mejor guardar silencio y no protestar, porque muchos de nosotros, contrario a lo que creen los medios de comunicación, podemos ser despedidos por cualquier motivo.