Melinda Gates: “Las mujeres que hemos sufrido abusos no debemos callar”
Llegó a Colombia “No hay vuelta atrás”, sello editorial Conecta, su libro dedicado al empoderamiento femenino y en el que también reflexiona sobre su relación con Bill Gates. Fragmento.
Especial para El Espectador *
El movimiento #MeToo, y todas las mujeres y organizaciones que lo refuerzan y derivan de él, está logrando victorias importantes para las mujeres y los hombres. Solo es el principio. Si queremos ampliar y mantener esos progresos, debemos comprender cómo se produjeron.
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El movimiento #MeToo, y todas las mujeres y organizaciones que lo refuerzan y derivan de él, está logrando victorias importantes para las mujeres y los hombres. Solo es el principio. Si queremos ampliar y mantener esos progresos, debemos comprender cómo se produjeron.
¿Qué ha pasado? ¿Por qué el cambió tardó tanto y por qué fue tan repentino? Cuando las mujeres oímos nuestra propia voz en la historia de otra mujer, nuestro coraje aumenta, y una voz puede convertirse en un coro. Cuando es “él dijo-ella dijo”, la mujer no puede ganar; pero cuando es “él dijo-ella dijo-ella dijo-ella dijo-ella dijo”, hay una oportunidad para la transparencia, y puede entrar la luz en aquellos lugares donde la conducta de abuso prospera.
En 2017 los agresores seguían mintiendo, pero sus defensores se rindieron. No podían ocultar la verdad, y el dique se rompió. Cuando las mujeres vieron que cada vez más gente se ponía de parte de los acusadores en vez de los agresores, las historias que se habían quedado dentro salieron en tromba y los agresores tuvieron que irse.
Cuando por fin llega el cambio tan esperado, es rápido. Pero ¿por qué dominaron los agresores durante tanto tiempo? Parte de la respuesta es que cuando las mujeres intentamos decidir si deberíamos alzar la voz, no sabemos si otras personas se pondrán de nuestra parte. A menudo se necesitan muchas mujeres agarradas del brazo para animar a otras a hablar.
Antes de conocer a Bill tuve una relación insana. El chico me animaba en algunos aspectos, pero me retenía en otros a propósito. Nunca quiso que yo lo eclipsara. No me veía como una mujer con mis propios sueños, esperanzas y habilidades, sino como alguien que podía desempeñar un papel útil en su vida, así que quería que fuera de una manera determinada en algunos aspectos y cuando no lo era podía ser, era extremadamente agresivo.
Estoy convencida de que esa es una de las razones por las que me enfado tanto hoy en día cuando veo a mujeres despreciadas o limitadas a determinadas funciones: me veo reflejada en ellas. Cuando empecé mi relación con él era joven. No había opción de ser yo misma o de encontrar mi voz en ese momento de mi vida.
Estaba confusa. Me sentía fatal, pero no entendía por qué. Hubo suficientes momentos de apoyo para querer pasar por alto el maltrato y descartar la sensación de que tenía que salir de esa relación. Con el tiempo vi con claridad que había perdido mi voz y confianza en gran parte, y tardé años en ver lo que había perdido y recuperarlo.
Incluso cuando ya había terminado, seguía sin comprender qué había ocurrido hasta que tuve algunas relaciones sanas. Con todo, no comprendí del todo el poder enfermizo de esa relación de abuso hasta años después de terminarla, tras ir a una colecta de la Asociación Cristiana de Jóvenes con el fin de crear un refugio para mujeres y familias. Una mujer con un elegante traje formal azul subió al estrado y contó su historia, y fue la primera vez que me dije a mí misma, con plena conciencia: “Dios mío, eso era lo que me pasaba a mí”.
Creo que las mujeres que hemos sufrido abusos tal vez callemos durante un tiempo, pero nunca dejamos de buscar un momento en que nuestras palabras tengan un efecto. En 2017 encontramos nuestro momento. Aun así, necesitamos hacer más que señalar a los agresores: tenemos que sanar la cultura insana que los apoya.
Para mí, una cultura del abuso es cualquiera que necesite señalar y excluir a un grupo. Siempre es una cultura menos productiva, porque la energía de la organización se canaliza para denigrar a las personas en vez de para ayudarlas a despegar. Es como una enfermedad autoinmune en la que el cuerpo considera que sus propios órganos son una amenaza y empieza a atacarlos.
Una de las señales más comunes de una cultura del abuso es la falsa jerarquía que pone a las mujeres por debajo de los hombres. De hecho, a veces es peor: las mujeres no solo están por debajo de los hombres en la jerarquía, sino que además son tratadas como objetos.
A las mujeres nos hacen sentir que no somos lo bastante buenas o listas en lugares de trabajo de todo el mundo. Se nos paga menos que a los hombres. A las mujeres de color se les paga aun menos. Conseguimos aumentos y promociones más despacio que ellos. No se nos ofrece tanta formación, programas con mentores y patrocinios para trabajos como a los hombres. Además, estamos más aisladas las unas de las otras que los hombres, así que podemos tardar mucho en darnos cuenta de que la mala sensación de no encajar no es culpa nuestra, sino que forma parte de la cultura empresarial.
Una señal de una cultura del abuso es la visión de que los miembros del grupo excluido “no tienen lo que hace falta”. En otras palabras, “si aquí no hay muchas ingenieras es porque las mujeres no son buenas ingenieras”. Me cuesta entender que una lógica tan equivocada esté tan extendida. Las oportunidades tienen que ser iguales antes de poder saber si las habilidades son iguales.
Y las oportunidades nunca han sido las mismas para las mujeres. Cuando la gente ve los efectos de la escasez de estímulos y lo llama “naturaleza”, dificulta la formación de mujeres para ocupar puestos clave, y eso refuerza la idea de que la disparidad se debe a la biología. Lo que hace que esa aseveración biológica sea tan insidiosa es que sabotea el desarrollo de las mujeres y libera a los hombres de toda responsabilidad de analizar sus motivaciones y prácticas.
Así es como la diferenciación de género “siembra las pruebas” que hacen que mucha gente vea los efectos de sus propios prejuicios y lo llame “biología”. De este modo se perpetúa una cultura a la que las mujeres no se quieren sumar.
* Exclusivo para El Espectador en Colombia. Cortesía Penguin Random House Grupo Editorial.