Lina Flórez sabía que había algo extraño en su pequeña hija de tres meses. Su instinto de madre le decía que las cosas no estaban bien, que no era normal la manera como la miraba mientras se alimentaba de su pecho, ni la forma en la que se movía dentro de la cuna. Desesperada visitó a pediatras, neurólogos, especialistas y salas de urgencia en busca de respuestas. En todas partes le repetían la misma frase: “Su niña está bien, deje de preocuparse”. Consciente de que en sus manos estaba el poder ayudar a Loriam, decidió abandonar su trabajo en el sector financiero y comenzar a leer libros, ensayos, enciclopedias, cualquier cosa que hablara sobre daño cerebral e insuficiencia motora.
Mientras lograba encontrar un diagnóstico que coincidiera con las características y el comportamiento de su bebé, decidió empezar un programa de estimulación temprana cuando Loriam ni siquiera había cumplido los seis meses de edad. Durante las 12 horas del día, de los siete días de la semana, la ayudaba a ejercitar su pequeño cuerpo y su mente con diferentes prácticas y juegos que había aprendido investigando y releyendo estudios y revistas médicas.
Cuando Loriam cumplió tres años, finalmente el pediatra le dio la razón al diagnosticarla con neurofibromatosis (trastornos genéticos del sistema nervioso que afectan el desarrollo y el crecimiento de los tejidos de las células neurales) asociada con insuficiencia motora de origen cerebral; en otras palabras, parálisis cerebral. La noticia fue un alivio para Lina, quien ya había elaborado el proceso de duelo y aceptado la condición de su hija.
De hecho, se sintió contenta y reconfortada, porque a medida que pasaban los días comprobaba que su esfuerzo había valido la pena, pues el organismo de Loriam respondió a los estímulos que había comenzado a recibir cuando apenas tenía unos cuantos meses de vida. A diferencia de otros niños con su misma condición, no babeaba ni hacía movimientos bruscos, y lo más importante, prácticamente podía valerse por sí misma e interactuar sin ningún inconveniente con los demás. Así incursionó Lina en el complejo y poco explorado campo de la pedagogía hospitalaria.
La educación y el cáncer
Mientras Loriam aprendía a gatear y posteriormente a pronunciar sus primeras palabras, Lina estudiaba en la Universidad Iberoamericana de Bogotá para formarse como pedagoga en educación especial y adquirir más herramientas que le permitieran acompañar procesos de aprendizaje en niños y adolescentes. A pesar del dolor que había experimentado durante la primera etapa del proceso de rehabilitación de su hija, decidió que quería trabajar con menores diagnosticados de cáncer y para ello elaboró un novedoso programa que consiste en guiar a los pacientes a que sean acertivos en el manejo de sus emociones, a través de procesos de enseñanza.
Además, el proyecto incluyó el acompañamiento del tratamiento desde lo pedagógico, es decir, trayendo el aula de clases al hospital o a la sala de quimioterapia con el objetivo de que los menores no interrumpan su proceso de aprendizaje, a pesar de las condiciones tan difíciles por las que atraviesan.
Generalmente, cuando un niño comienza a sufrir los efectos secundarios de los tratamientos contra el cáncer y a comprender lo que está sucediendo con su organismo, pierde las ganas de estudiar, de ver a sus compañeros, de exponerse a que lo señalen por no tener pelo o estar demasiado pálido, delgado y ojeroso.
Sus padres en medio del dolor y la impotencia solamente quieren darle gusto en todo, cumplir hasta su último anhelo, así que la escuela pierde su importancia en la vida del menor y de su familia. Sin embargo, Lina ha descubierto, durante los tres años que lleva trabajando en Oncosalud (entidad prestadora de servicios de salud a pacientes con cáncer), que el poder seguir aprendiendo es un aliciente cuando se siente la muerte tan cerca, una especie de escudo protector contra lo que está sucediendo y de motor para no desfallecer.
La decisión de ingresar al programa de pedagogía hospitalaria la toman los padres y el paciente antes de comenzar el tratamiento. Si se trata de un bebé o un niño muy pequeño que todavía no entiende lo que sucede, es su familia la que tiene la última palabra. “Generalmente dicen que sí, pues comprenden que se trata de una iniciativa que puede ayudarlos a manejar este duelo”, explica Francisco Rozo, director administrativo de Oncosalud. En ese momento el trabajo de Lina ya ha comenzado. Al igual que una maestra, todos los días tiene que preocuparse por las actividades que va a realizar con cada uno de sus niños, ya que además de ser amenas deben tener un objetivo, un fin pedagógico.
Casi siempre lo primero que hace con ellos es acompañarlos durante la quimioterapia. Si son bebés o niños pequeños lleva rompecabezas, cubos de plástico, ejercicios de dibujar, colorear, hacer figuras, cortar y pegar. Si son más grandes les permite escoger la materia en la que quieran profundizar ese día: matemáticas, español, sociales y ciencias, entre otras. Y en el caso de los adolescentes, las actividades están enfocadas hacia las nuevas tecnologías, que es lo que más les llama la atención a esa edad. Después de la sesión algunos quieren seguir trabajando y van a su oficina, otros se sienten exhaustos y rebotados, y prefieren regresar a casa y continuar al día siguiente. A veces están de ánimo y le piden a Lina que les mande tareas e incluso hay días en los que se sienten lo suficientemente fuertes para visitar su colegio.
En ese caso Lina también los acompaña y aprovecha la oportunidad para interactuar con los docentes, ponerlos al tanto del estado de salud del niño y explicarles cómo se debe manejar la situación en caso de que el pequeño se aliente y quiera estar de manera permanente en la escuela. En primer lugar, no hay que tratarlo de una manera diferente a los demás, advierte Lina, ni tener lástima o ser más condescendiente, lo ideal es exigirle igual que a sus compañeros, que sienta que su condición no es un impedimento para llevar una vida normal.
Para algunos de los menores que definitivamente no quieren regresar al colegio hasta que hayan terminado las sesiones de quimioterapia, el programa pedagógico que ofrece Oncosalud, y que también ha comenzado a instaurarse con un enfoque similar en otras clínicas del país y del mundo que han comprobado sus beneficios en la salud y el estado de ánimo de los pacientes, es una oportunidad de continuar sus estudios, mantenerse nivelados y no perder el año escolar.
En cambio, para otros pacientes, especialmente los más pequeños como en el caso de Jeider, un niño de tres años diagnosticado con leucemia, se convirtió en una ilusión. Así como a esa edad lo que más les gusta es estar en el aula de clases y aprender de la mano de su profesora –explica Lina–, cuando vienen aquí no lo hacen pensando en que tienen que estar casi tres horas conectados a una máquina para recibir sus medicinas, sino que van a llegar a un espacio amable y cálido a colorear, jugar y pasar un rato agradable al igual que solían hacerlo cuando estaban sanos.
Aprender hasta el final
Desafortunadamente, el 95% de estos pequeños fallece. Unos más pronto que otros. En ese caso el programa de pedagogía hospitalaria que creó Lina, –apoyada por el grupo de investigación de pedagogía en salud que dirige en la Universidad Iberoamericana y que ha comenzado a extender a otros centros de salud en donde se manejen pacientes con enfermedades mentales–, tiene como prioridad desarrollar al máximo la inteligencia emocional de los pacientes. De esta forma, casi sin darse cuenta, comenzarán a prepararse poco a poco para el momento final.
Lo más importante durante este doloroso proceso es evitar que decaiga su estado de ánimo. “Este es el momento en el que debo intensificar mi trabajo y concentrarme en su bienestar, brindándoles la posibilidad de construir un proyecto de vida, así sea muy corto, a través de las prácticas de la enseñanza”. En este sentido Lina es enfática al afirmar que no debe confundirse esta labor con la que realiza un psicólogo, pues la idea no es ayudar al menor a elaborar el duelo, sino a incluirlo en procesos de enseñanza y de aprendizaje durante el tratamiento de una enfermedad tan compleja como el cáncer o en sus últimos días de vida.
Al igual que con la profesora del colegio, los menores que siguen su proceso educativo al tiempo que luchan por ganarle la batalla a la muerte se encariñan con Lina, la ven como un modelo a seguir, como una posibilidad para olvidarse, por lo menos durante algunos instantes, de la tristeza y ansiedad que los embarga. De hecho, muchos la llaman los fines de semana o en las noches para discutir algún ejercicio, porque necesitan ayuda en la tarea o simplemente para indagar qué harán al día siguiente. Los más enfermitos le piden, cuando comienza su agonía, que los acompañe en su casa o en la habitación del hospital. Prefieren no sufrir, sino pasar sus últimas horas de vida jugando, riendo, escuchando un cuento y dándole rienda suelta a su imaginación.
Algunas veces, generalmente en vacaciones, Loriam acompaña a su mamá a las clínicas de Oncosalud a atender a sus pacientes, a sus estudiantes. Sentada en una silla de ruedas que maneja con destreza a sus 10 años, disfruta de los juegos y las actividades que realizan los otros niños. Lina sabe que a pesar del enorme progreso que ha tenido su hija en los últimos años, todavía queda un largo camino por recorrer, su rehabilitación será un proceso que durará toda la vida.
¿Alegría en los hospitales?
Hace tres años los directivos de Oncosalud accedieron a la petición de Lina Flórez de implementar un programa para que los menores enfermos pudieran continuar su proceso educativo paralelo al tratamiento.
“Nos dimos cuenta de que era posible combinar la medicina y la pedagogía en un proyecto que les brindara esperanzas a estos menores y a sus padres”, explica Francisco Rozo, director administrativo de la entidad. Desde entonces, han visto cómo las salas de quimioterapia se han convertido en una especie de aulas, llenas de juguetes, libros y colores, en las que la tristeza parece haber sido desterrada.