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Si hacemos un análisis de fondo de la educación superior en Latinoamérica nos encontramos con un panorama positivo, a pesar de las circunstancias que hemos vivido durante este año por el COVID-19. Desde el punto de vista de la cobertura, los indicadores nos hablan de una mejora (51,9 %), haciendo evidente la expansión del servicio educativo en el número de personas que han podido acceder al sistema en los centros de formación universitarios o mediante las apuestas de llevar este servicio a las distintas geografías. En recursos aplicados al sector también ha habido avances significativos, dado que el gasto se ha incrementado, pasando del 1,18 % en el 2011, a 1,42 % en el 2017 (cfr. World Economic Forum, 2019).
De igual forma, la matrícula se ha incrementado un promedio anual del 3,7 % entre 2010 y 2017, y los graduados han aumentado a un ritmo anual promedio del 4,6 % para dicho período. Si miramos el contexto en el que se desarrolla este avance, se observa que la gran mayoría de estudiantes matriculados acceden a Instituciones de Educación Superior (IES) privadas; sin embargo, este fenómeno no es homogéneo en la región, ya que en países como Argentina o Uruguay tres de cada cuatro estudiantes ingresan a la educación superior pública.
Valorando lo positivo de estos indicadores, que dan cuenta de un mejoramiento importante para el sector de la educación superior, no podemos dejar de decir que este acceso sigue siendo desigual para la población, condicionado a aspectos socioeconómicos. En este sentido se trata de jóvenes vulnerables, pertenecientes al quintil más pobre (Q1), que solo llegan en un 6 % (cfr. World Inequality Database on Education, Unesco, 2020) a la educación superior, perpetuando las cifras de desigualdad propios de la región, y debemos emprender estrategias para superarla.
Es claro que este análisis debe complementarse con la calidad, como atributo de la educación superior, en consonancia con la pertinencia de las propuestas de desarrollo académico. Frente a ello, también hay indicadores que evidencian que es precisa una mayor coherencia con las necesidades reales. Un ejemplo al respecto está referido al área de formación de las tecnologías de la información y comunicación (TIC) como base esencial de la revolución digital; solo el 4,2 % de los estudiantes se gradúan en este campo, dejándonos ver que hace falta una mayor preparación del talento humano que haga posible la Industria 4.0, con conocimientos y habilidades digitales.
Esta pertinencia también se relaciona con la inserción de los graduados al mercado laboral real. Si bien los resultados de los graduados en el mercado laboral son más favorables que aquellos individuos con niveles educativos inferiores, aún existe margen de mejora. Los datos sugieren que los graduados de educación superior encuentran dificultades para emplearse. En 2018, el desempleo para este segmento fue del 18,8 % frente al de la población mayor de 25 años, que fue del 6,0 %. Estas altas tasas de desempleo juvenil, que afectan su calidad de vida y frenan la movilidad social, son algunas de las causas del descontento de los jóvenes en la mayoría de los países de América Latina.
Todas estas tendencias del mundo del trabajo y de los efectos de la pandemia hacen que las empresas demanden un talento humano con mayores competencias no solo técnicas que respondan a los diversos sectores económicos, sino también aquellas que permiten adecuarse a una realidad cambiante para que sumen a su productividad y competitividad. En este contexto, el desafío es apostar por una mayor y mejor educación apoyada por el ecosistema público-privado, que haga posible las condiciones de una mayor productividad y aprovecha la realidad de un mundo cada vez más digitalizado. En consecuencia, es necesario también hacer una evaluación más responsable de los contenidos de los planes de estudios de los programas académicos y adaptarlos a una realidad que es cambiante, con el objetivo de dotar a los graduados de las competencias adecuadas para su éxito. Es aquí donde entra en juego el concepto de pertinencia.