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Por el amor de una mujer

La historia de Blanca Inés Durán, primera mandataria local homosexual, y Catalina Villa.

Santiago La Rotta

30 de octubre de 2010 - 09:59 p. m.
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Todo comenzó con un beso. Un baile y un beso. Fue en el cumpleaños de Catalina.

—Claro, fue un beso así.

—No, no fue así.

Ambas rieron con una picardía envidiable, mezcla recuerdo, mezcla deseo. En la terraza de la Alcaldía de Chapinero, Blanca Inés Durán, alcaldesa de la localidad bogotana, y Catalina Villa, antropóloga, soportaban una sesión más de fotos con gestos tiernos y palabras dulces, risas, mientras la cosa acababa. En tanto la cámara disparaba fotos como salvas de luz, estas dos mujeres se entregaban a quererse. Faltaban dos días para el matrimonio.

Un poco más de dos años y tres meses atrás (las fechas indelebles en el calendario de la memoria), ambas tenían otras novias; no se conocían. La comunidad propició el encuentro, la comunidad gay. Las dos son activistas por los derechos de la población LGBT y en marchas, plantones, acciones, comenzaron a verse. Poquito a poco y muy lentamente, como canta sentido Galy Galiano, la cosa se fue dando, los sentimientos fueron cediendo, como si se tratara de agua represada.

Para el cumpleaños de Catalina, rumba en bar, amigos, música, las dos habían finalizado sus respectivas relaciones. Destino. Designio. Bailaron. Se besaron. Asunto sellado. “Como en los cuentos de hadas que usted siente mariposas en el estómago y que esa es la persona con quien quiere quedarse el resto de la vida. Bueno, así fue”. Catalina habla desposeída de ojos sentidos y gestos admirables, como reza el poema. Lo hace casi burlándose de una historia que suena a cliché, pero que es cierta.

Esa semana, un centro comercial había expulsado de sus instalaciones a dos muchachos por besarse en público. La comunidad respondió con un besatón, una jornada masiva de besos, una especie de respuesta en clave de “al que no quiere caldo se le sirven dos tazas”, que se organizó el día justo después de ese cumpleaños.

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—¿Vas a ir?, preguntó Catalina.

—Pues no, porque no tengo a quien besar.

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—Pues vamos juntas, replicó la primera.

Al final del día no hubo besos entre las dos. “Con nosotras se cumple el chiste de las lesbianas”. Silencio. “¿Qué lleva una lesbiana a la segunda cita?: el trasteo. Bueno, no fue así, sino tres meses después”.

De eso hace dos años. ¿Y la alcaldesa cómo está, feliz? Pregunta estúpida. “Está nerviosa. Muchas cosas por hacer en estos dos días”, responde un funcionario de la Alcaldía. “Esta es la séptima entrevista que respondo hoy”, dice la funcionaria mientras sonríe y escucha a su madre, Silvia Hernández, quien le recuerda el apretado itinerario: prueba de vestidos, ensayos, salones de belleza.

Y se abrazan y se besan y se quieren con un cariño envidiable, con voces en diminutivo y ojos cerrados y labios que se incrustan con fuerza en la mejilla de la otra. Y mientras las fotos van saliendo y el sol dora lentamente toda la ciudad, hacen chistes y muecas y se cuentan cosas, como si no se hubieran visto el día anterior o esa misma mañana o jamás. Y allá, un poco alejada, doña Silvia mira la escena, sentada bajo la sombra protectora de una sombrilla, y sin sentirse observada sonríe de tanto en tanto. Felicidad. ¿Qué es? Puede ser esto.

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El día de la posesión de Durán, en 2008, doña Silvia era una de las que vitoreaban a la primera alcaldesa homosexual de la ciudad. Los amigos de la funcionaria enarbolaron alto una gran bandera con los ocho colores que distinguen a la población LGBT. Cuando unos reporteros se acercaron, la madre, devota cristiana, dijo que estaba orgullosa, que la apoyaba y que iba a orar por ella porque el cargo que le esperaba era de gran responsabilidad. Amor de madre.

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Fue en agosto de este año cuando lanzaron la noticia: “Nos casamos”. Para amigos y compañeros de trabajo de pronto fue un anuncio normal, pues ya llevaban casi dos años y medio como pareja (dos años viviendo juntas). Para el resto de la opinión pública, en un país que está ad portas de decidir si acepta o no el matrimonio civil para homosexuales, el pronunciamiento fue algo sorpresivo, por decir lo menos. ¿Cuál de las dos está más nerviosa? Catalina salta y, casi sin dejar terminar la pregunta, dice que ella, justo ese día, está de ataque. “Para las fotos, ¿con o sin mochila?”, pregunta.

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Uno de los asesores le pregunta a la alcaldesa si esa tarde puede dar otra entrevista. Doña Silvia frunce el ceño, hay que probar los vestidos. Catalina dice que debe estar en la universidad temprano. Mañana será, al igual que la ida a la peluquería. ¿Quién tuvo la idea de casarse? “No fui yo”. “Yo tampoco”. “Esa culpa no es de nadie”, sentencia la alcaldesa.

Por Santiago La Rotta

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