A las 12 del día en la plaza central del municipio de Chía, Cundinamarca, se hizo silencio, como si el aire se hubiera llevado todos los sonidos. Desde el día anterior había resonado a través de los medios la campaña para hacer un minuto de silencio, a las 12 en punto, por los niños de Colombia. Lo único que tercamente persistía en sonar era el ruido de las plantas eléctricas de los canales de televisión, que se habían tomado la entrada de la iglesia principal del pueblo como su nuevo set.
No lejos de allí el espectáculo era diferente. Efectivos del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) miraban impávidos a la muchedumbre que les gritaba, pidiendo que dejaran ver a los implicados en el secuestro y asesinato del menor. A esa hora, en el interior de una casa diminuta, más allá de una empinada escalera y detrás del cerco policial que impedía la cercanía excesiva de los periodistas, se encontraba, arrinconado en su asiento, un hombre: llevaba jeans, tenis blancos y encima un saco gris con capucha, detrás de la cual se refugió, impenetrable, Jorge Orlando Ovalle, la última persona capturada por la muerte del menor.
Desde muy temprano Ovalle arribó, escoltado por las autoridades, a los juzgados de Chía. Casi al tiempo con el sindicado también llegaron curiosos y enardecidos ciudadanos a gritar consignas en contra de Ovalle, el papá del niño, Orlando Pelayo Rincón, y su cómplice, Martha Lucía Garzón. Mientras tanto, en la plaza principal todo seguía igual. A medida que avanzaba la tarde y se acercaba la hora de la misa final de Luis Santiago, a las 3:00 p.m., llegaban más personas al lugar. Al otro extremo de la plaza se había instalado una tarima. En la entrada del templo se hallaban varias personas con listas en las manos y camisetas blancas: los promotores del referendo que busca castigar con cadena perpetua a los violadores de niños. “No es justo que sigan pasando estas cosas. Hay que detener a esos animales”, decían muchos. Animales, como los había calificado la noche anterior el fiscal general, Mario Iguarán.
La iglesia de Chía olía a sudor, a húmeda aglomeración. En medio de la nave, resguardado por un cordón de policías y miembros de la Defensa Civil, se encontraba el ataúd del menor: una caja pequeña, blanca. En las primeras filas estaban sus abuelos, ambos tranquilos, con el cansancio en los ojos; ambos eran el centro de atención de las cámaras que habían logrado encaramarse en una pequeña escalerilla cercana al altar. Después de culminada la audiencia de judicialización de Ovalle, la jueza encargada del caso dio un receso. Allá, como si alguien lo hubiera atornillado al asiento, estaba el hombre que habría ayudado a secuestrar al pequeño Luis Santiago. La capucha, su última defensa. En medio de los periodistas una voz pidió que le quitaran la capucha, que mostrara la cara. Era la de Gilma Jiménez, la concejal de Bogotá que impulsa el referendo de la cadena perpetua. Después de un tiempo breve se reanudó la sesión. La Fiscalía comenzó su intervención, que pretendía imputarle a Ovalle el secuestro y asesinato del menor. La concejal hizo una salida discreta.
“A los colombianos se nos corrió un tornillo”, dijo el representante a la Cámara por Bogotá David Luna, quien, desde un lado, observaba a la gente que se aglomeraba dentro de la iglesia. Ya en la calle, junto a él estaba Jiménez, quien recibía los abrazos y el apoyo de cientos de mujeres que reiteraban su solidaridad con la causa del referendo: “Hacen falta cadáveres de
niños para que se ejerza la fuerza. Esta es una sociedad enferma, descompuesta. Y todavía dice ayer el Presidente que en Colombia no hay una cultura de la cadena perpetua, pero sí hay, entonces, una cultura del maltrato y el homicidio infantil”, dijo entonces.
“Usted tiene dos opciones: acepta los cargos, en caso tal vendría la sentencia condenatoria, o puede optar por un juicio oral si considera que lo que la Fiscalía le imputa no es justo”, dijo, casi a la 1:00 p.m., la jueza, quien miraba fijamente a Ovalle. Como si ya no tuviera aquella voz de mando con la que irrumpió en la casa de la madre del menor días atrás, con la cual la redujo a nada, apenas con un hilo frágil de sonido, el acusado admitió tan sólo uno de los cargos: secuestro del menor; rechazó el de secuestro de la madre y el de homicidio. En el país del Sagrado Corazón, el que peca y reza, empata. Ovalle pidió perdón.
“Que se lo corten para que no vuelva a procrear”, gritó una mujer que había estado en primera fila desde muy temprano en la mañana. Pasadas las 2:00 p.m., luego de haber escuchado nuevamente el relato y los argumentos de la Fiscalía, la jueza dictó medida de aseguramiento contra Ovalle. “No le cabe duda a este despacho de que el imputado debe recibir medida de aseguramiento, puesto que su libertad puede amenazar la convivencia y el orden de la sociedad”. Aquel que hasta hace poco estaba recostado en el pequeño escritorio designado a la defensa, el hombre detrás de la capucha, deberá ser recluido en la cárcel Modelo. La sesión fue levantada minutos luego.
Ovalle emergió de otra empinada escalera, custodiado por varios uniformados que se abrieron paso como pudieron por entre el destello de las cámaras y los gritos de repudio de algunos de los presentes. Una vez más la concejal Jiménez se hizo escuchar: “Déjese ver la cara”, gritó con fuerza. Pero el espectáculo estaba lejos de terminar.
Nadie se movió de sus lugares. De la tanqueta parqueada enfrente de la entrada del juzgado habrían de emerger al rato el padre del menor y su cómplice. A los pocos minutos subieron los empinados escalones del juzgado, donde fueron recibidos por los gritos de quienes los aguardaban. De nuevo la concejal gritó. Llena de indignación siguió con su voz a Pelayo, quien iba esposado. Un periodista alcanzó, en medio del tumulto y la confusión, a lanzar una patada. Detrás de Pelayo iba su cómplice, Garzón, con chaqueta negra y el pelo sobre su rostro, como si en su cara estuviera escrita su sentencia para que todo el mundo la viera. La concejal Jiménez, visiblemente afectada, aturdida por la escena, salió del juzgado de inmediato.