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Rumorología para electores

Cómo se difunden las falsedades, por qué las creemos y qué se puede hacer contra ellas.

Pablo Correa
13 de mayo de 2010 - 12:34 a. m.

Mas que los programas de los candidatos a la Presidencia de Colombia, son los rumores los que fermentan la actual campaña. Que Antanas Mockus es ateo; que quiere acabar con el Ejército; que extraditaría al presidente Álvaro Uribe; que piensa eliminar los parafiscales.

A las toldas de Juan Manuel Santos, quien también se ha declarado víctima de habladurías, entró un tal J.J Rendón que, si los “rumores” son ciertos, sería un experto en propaganda negra. El candidato de la U quiere crear un “muro de la vergüenza” para denunciar tergiversaciones como las que él mismo ha provocado en otras ocasiones, por ejemplo  cuando dijo meses atrás que su hoy competidor   Rafael Pardo, tenía vínculos con las Farc.

“Los rumores son casi tan antiguos como la historia de la humanidad, pero con la aparición de internet se han vuelto omnipresentes”, escribe en Rumorología Cass Sunstein, quien es director de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios de la Casa Blanca.

Es difícil escapar de ellos. Empresas, políticos, bancos, famosos, los mercados financieros, todos, pero especialmente ellos, corren el riesgo de ser sepultados en cuestión de unas pocas horas bajo la avalancha de una mentirilla. Internet y los medios de comunicación masivos han convertido en pan de cada día aquel refrán oriental que reza: “Una reputación de mil años se puede perder en un segundo”.

Pero, cómo se difunden las falsedades, por qué las creemos, qué se puede hacer contra ellas. Sunstein, profesor de Derecho de la Universidad de Chicago y la U. de Harvard, señala una serie de factores sociales y psicológicos que se combinan para abrir paso a los rumores en su largo ensayo de 140 páginas.

Para empezar, dice el autor que carecemos de un conocimiento directo o personal de los hechos que motivan la mayoría de nuestras opiniones. Esto nos hace vulnerables. Por ejemplo, ¿cómo sabemos que la Tierra es plana? ¿Que Shakespeare existió de verdad? ¿Que la materia está compuesta de átomos?

Los distintos niveles de información entre las personas constituyen el caldo de cultivo para que florezcan ciertas mentiras. También los temores y las esperanzas que guardamos. Es difícil que un profesor de genética de la Universidad Nacional crea que los cultivos modificados genéticamente provocan calvicie y homosexualidad, pero sin duda más de un desinformado le creyó al presidente Evo Morales cuando culpó a los transgénicos de la diversidad sexual.

“El hecho de que la gente crea un rumor o no depende de qué es lo que pensaba antes de oírlo”, explica el experto. Según esto, existen diferentes umbrales para aceptar un rumor. Unos podrían clasificarse como receptivos, otros como neutrales y otros más como escépticos. En cuanto a los métodos de difusión, Sunstein identifica dos: las cascadas sociales y la polarización de grupos.

Las cascadas tienen lugar porque todos tendemos a depender de lo que la otra gente piensa y hace. El mejor ejemplo de esto es el célebre experimento que realizó el psicólogo norteamericano Solomon Asch en 1956. Para demostrar el poder de las opiniones ajenas sobre la nuestra, Asch conformó grupos de voluntarios en los que camuflaba algunos cómplices. La tarea era sencilla. Los participantes debían señalar cuál de las líneas dibujadas en un papel coincidía en tamaño con otra trazada en una tarjeta blanca.

Los infiltrados de Asch señalaban la línea equivocada y luego de esto se les pedía la opinión a los voluntarios. El resultado fue sorprendente, contrariando lo que les decían sus propios sentidos: un 70% de los voluntarios se alinearon con la opinión mayoritaria.

La polarización de los grupos también desempeña un papel a la hora de convertir en pólvora las mentiras, puesto que “las personas refuerzan el respaldo a un rumor por la sencilla razón de que han hablado con otras personas con una mentalidad afín”.

Bien sean las cascadas de información, o en los escenarios donde prevalece la polarización de ideas, los “propagadores” son cruciales. Algunos movidos por un interés propio, otros por un interés general, incluso altruista, lo cierto es que los propagadores están dispuestos a decir lo que les consta que es falso, y más a menudo a afirmar lo que no saben si es verdad para lograr su objetivo.

En la industria del desprestigio los propagadores saben bien cómo aprovechar los temores de las audiencias. Mientras el 93% de los estadounidenses creen que los árabes destruyeron las Torres Gemelas, apenas el 11% de los kuwaitíes creen lo mismo. En ese contexto fue muy sencillo que los norteamericanos creyeran que había armas nucleares en Irak y justificaran una guerra.

¿Cuál es entonces el remedio? La primera tentación es pensar que las aclaraciones y correcciones pueden servir de dique. “Este pensamiento verosímil debería considerarse con mucho cuidado”, sugiere el experto rumorólogo. Se ha demostrado que no procesamos la información de manera neutral y las creencias falsas pueden ser más difíciles de corregir. En otras palabras, la verdad y las mentiras no viajan a la misma velocidad.

“No quiero decir que no funcione decir la verdad”, apunta Sunstein, sólo que se deben identificar bien las circunstancias para hacerlo, porque de lo contrario resulta contraproducente, puede alentar los rumores y centrar la atención en ellos. En su opinión, una buena forma de desbaratar el rumor es mostrar que quienes son propensos a creer determinado chisme no lo hacen. Siendo candidato, Obama y sus asesores demócratas aprovecharon las opiniones de prominentes republicanos, como Colin Powell, para tranquilizar a sus opositores. Obama ni era musulmán ni “solía irse de juerga con terroristas”. Otra estrategia que sirvió al hoy Presidente fue crear un sitio web llamado “Lucha contra las calumnias”, en el que se identificaban y desacreditaban los rumores.

Concluye Sunstein que “es muy importante algún tipo de efecto disuasivo en los rumores perjudiciales, no sólo para proteger a la gente de la negligencia, la crueldad y el daño injustificado contra su reputación, sino también para garantizar el funcionamiento correcto de la propia democracia”.

 

Por Pablo Correa

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