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                                                                                                                              Toribío: entre la zozobra y el fuego cruzado

                                                                                                                              Los pobladores de este municipio del Cauca cuentan qué pasó ese día en que murieron cuatro personas, quedaron 128 heridos y 460 casas averiadas, tras el ataque de las Farc.

                                                                                                                              Alfredo Molano Jimeno, enviado especial Toribío, Cauca

                                                                                                                              Tres días después de que las Farc hicieran estallar una chiva bomba contra la estación de Policía ubicada en pleno casco urbano de Toribío, la gente sólo piensa en reconstruir su pueblo. Un campesino de unos 40 años, con la tez tostada y rasgos indígenas, levanta junto a su hijo un cercado destruido después del ataque con pipetas de gas. Su casa fue una de las 460 que quedaron inservibles por la acción terrorista. Está ubicada frente al puesto de Policía. Los separa la calle donde fue situada la chiva de don Humberto* que la guerrilla cargó con explosivos. La detonación arrancó el techo y las paredes como si un ciclón hubiera pasado. Marcos Campo mira su casa y añade: “Estamos preparándonos para el próximo susto”. Luego sonríe, entre resignado y rabioso, pues como los demás sabe que tiene que prepararse, pues todos viven en medio del fuego cruzado del conflicto armado.

                                                                                                                              Llega la noche. Los televisores permanecen encendidos en las casas. Unos ven novelas, otros fútbol. Tratan de recobrar la cotidianidad, pero una nueva explosión invade el entresueño de sus habitantes y el miedo regresa al pueblo, de unas 3.000 personas acostumbradas a la guerra. La gente corre, los establecimientos comerciales bajan las rejas aprisa. Hay gestos de angustia, a algunos niños se les escucha lloriquear ante el apremio. Pero segundos después ya saben que fue una granada y que el combate está lejos. Conocen en qué paredes rebotan las balas, a dónde tienen que ir, cómo tienen que acostar sus pipetas de gas para evitar que las balas las exploten. Un segundo estallido ratifica su diagnóstico. Una ráfaga de ametralladora cierra la bélica sinfonía. Luego la lluvia se lanza contra los techos agrietados. Primero liviana e intermitente, después se desgaja en aguacero y el pueblo duerme en calma chicha. Los toribianos saben que el día siguiente será igual, o quizá peor.

                                                                                                                              Así llegó el sábado en la mañana. Era día de mercado. Habitantes de los resguardos indígenas de San Francisco, Tacueyó y Toribío llegaron a vender y comprar remesas para la semana. Adán Ui llegó de la vereda Río Negro a negociar café y pagar la energía. A las diez de la mañana escuchó los primeros disparos. Y de inmediato la respuesta de la fuerza pública. De repente, la chiva de don Humberto empezó a avanzar por la loma de la calle que da contra la estación de Policía. En apariencia iba cargada de plátanos. Segundos después, a las 10:30, cuando descendía la cuesta —unos dicen que a toda velocidad y sin conductor al timón; otros, que arrastrada con una cabuya—, se oyó el bombazo cuando se estrelló contra una garita. “Sonó durísimo”, repite una y otra vez la gente cuatro días después.

                                                                                                                              “Se levantó un hongo explosivo, como ese de la bomba atómica”, describe un toribiano locuaz. Dice que la humareda era de esquirlas, gas y escombros de las casas que se llevó. Que volaron pedazos de piedra, metal, restos de la chiva, y que minutos después se trabó la balacera. No duró mucho, pero fue una eternidad para los vendedores y compradores del mercado. Adán, de 63 años, falleció en ese cruce de disparos. Otros dicen que fue por una de las esquirlas que cayeron como un diluvio sobre la plaza. Un sargento de la Policía que se encontraba a esa hora en la garita fue la segunda víctima. Quedó destrozado. “Cuando paró la cosa y corrí a ver en qué podía ayudar, vi sus restos. Entre las botas se le veían los huesos de las piernas, como si lo hubieran pelado con agua caliente. Un brazo en el piso y el casco con la tapa de la cabeza adentro”, relata Iván, que tuvo que presenciar la espantosa imagen.

                                                                                                                              Diego Julián Penagos, de 28 años, también murió ese sábado. Salió a las siete de la mañana a trabajar a un taller de cerrajería, a las nueve volvió a su casa a desayunar y se recostó un momento, antes de recobrar su rutina. “A la media hora sonó la explosión. No le pasó nada y prefirió irse al barrio 1° de Mayo a buscar a su mujer y a su hija. En el camino quedó muerto. Lo alcanzó una bala perdida. “Fueron tiros de lado y lado”, explica María del Socorro Penagos, tía y madre putativa de Julián. María Lucrecia Yatacué, de 19 años y su hija de tres, perdieron a su esposo y padre. “Ahora la niña lo representa”, recalca María del Socorro con el llanto acumulado en sus parpados. “Que el Gobierno piense en cómo acabar tanta violencia por aquí. Deberían pelear entre ellos mismos, entre Ejército y guerrilla, y no meterse con nosotros”, agrega con un gesto de dolor extremo.

                                                                                                                              Leonardo Escué tiene 34 años, una hija de cinco y otro de dos. Su casa queda a menos de 15 metros de la estación de Policía. Cuenta que ese día llegó de Santander de Quilichao, donde vende helados, descargó sus cosas y cuando se iba a tomar un tinto, empezó el hostigamiento. “Fueron ráfagas seguidas. No hubo tiempo de nada. Sólo corrimos a resguardarnos en un cuarto. Los niños ya saben qué hacer en estos casos. Acomodé la pipa de gas para que no le diera una bala y apenas entraba al cuarto cuando sonó el estallido. Se levantó una polvareda y cuando me puse de pie ya no había nada. Todo quedó en el piso. Los niños se quedaron pasmados y aturdidos. Cuando me vieron ensangrentado soltaron el llanto. Quedé sin casa. Ahora estamos viviendo en una iglesia cristiana donde nos acomodaron en una pieza”, sostiene Leonardo.

                                                                                                                              Hay muchas versiones. Unos dicen que nadie esperaba el bombazo, otros que desde el viernes se sabía que la guerrilla andaba cerca. Se rumora que a don Humberto, habitante del pueblo, engañado le compraron la chiva en 20 millones. Otros dicen que se la robaron encañonado. Todos sostienen que es un trabajador de Tacueyó y temen que lo acusen de cómplice del atentado. Como también temen por el comentario del presidente Santos y el gobernador del Cauca, Guillermo Alberto González, de tumbar casas. Sólo saben que les tocó vivir en este pueblo caucano situado en las estribaciones de la Cordillera Occidental, donde es normal la violencia. Asumen que el del sábado fue el ataque más fuerte de los 15 que han vivido en los últimos 18 años, pero entienden que no será el último. Cuando los periodistas y el Gobierno se vayan, todo volverá a ser como dice la canción: “números rojos en la cuenta del olvido”.

                                                                                                                              * Nombre ficticio

                                                                                                                              Tres días después de que las Farc hicieran estallar una chiva bomba contra la estación de Policía ubicada en pleno casco urbano de Toribío, la gente sólo piensa en reconstruir su pueblo. Un campesino de unos 40 años, con la tez tostada y rasgos indígenas, levanta junto a su hijo un cercado destruido después del ataque con pipetas de gas. Su casa fue una de las 460 que quedaron inservibles por la acción terrorista. Está ubicada frente al puesto de Policía. Los separa la calle donde fue situada la chiva de don Humberto* que la guerrilla cargó con explosivos. La detonación arrancó el techo y las paredes como si un ciclón hubiera pasado. Marcos Campo mira su casa y añade: “Estamos preparándonos para el próximo susto”. Luego sonríe, entre resignado y rabioso, pues como los demás sabe que tiene que prepararse, pues todos viven en medio del fuego cruzado del conflicto armado.

                                                                                                                              Llega la noche. Los televisores permanecen encendidos en las casas. Unos ven novelas, otros fútbol. Tratan de recobrar la cotidianidad, pero una nueva explosión invade el entresueño de sus habitantes y el miedo regresa al pueblo, de unas 3.000 personas acostumbradas a la guerra. La gente corre, los establecimientos comerciales bajan las rejas aprisa. Hay gestos de angustia, a algunos niños se les escucha lloriquear ante el apremio. Pero segundos después ya saben que fue una granada y que el combate está lejos. Conocen en qué paredes rebotan las balas, a dónde tienen que ir, cómo tienen que acostar sus pipetas de gas para evitar que las balas las exploten. Un segundo estallido ratifica su diagnóstico. Una ráfaga de ametralladora cierra la bélica sinfonía. Luego la lluvia se lanza contra los techos agrietados. Primero liviana e intermitente, después se desgaja en aguacero y el pueblo duerme en calma chicha. Los toribianos saben que el día siguiente será igual, o quizá peor.

                                                                                                                              Así llegó el sábado en la mañana. Era día de mercado. Habitantes de los resguardos indígenas de San Francisco, Tacueyó y Toribío llegaron a vender y comprar remesas para la semana. Adán Ui llegó de la vereda Río Negro a negociar café y pagar la energía. A las diez de la mañana escuchó los primeros disparos. Y de inmediato la respuesta de la fuerza pública. De repente, la chiva de don Humberto empezó a avanzar por la loma de la calle que da contra la estación de Policía. En apariencia iba cargada de plátanos. Segundos después, a las 10:30, cuando descendía la cuesta —unos dicen que a toda velocidad y sin conductor al timón; otros, que arrastrada con una cabuya—, se oyó el bombazo cuando se estrelló contra una garita. “Sonó durísimo”, repite una y otra vez la gente cuatro días después.

                                                                                                                              “Se levantó un hongo explosivo, como ese de la bomba atómica”, describe un toribiano locuaz. Dice que la humareda era de esquirlas, gas y escombros de las casas que se llevó. Que volaron pedazos de piedra, metal, restos de la chiva, y que minutos después se trabó la balacera. No duró mucho, pero fue una eternidad para los vendedores y compradores del mercado. Adán, de 63 años, falleció en ese cruce de disparos. Otros dicen que fue por una de las esquirlas que cayeron como un diluvio sobre la plaza. Un sargento de la Policía que se encontraba a esa hora en la garita fue la segunda víctima. Quedó destrozado. “Cuando paró la cosa y corrí a ver en qué podía ayudar, vi sus restos. Entre las botas se le veían los huesos de las piernas, como si lo hubieran pelado con agua caliente. Un brazo en el piso y el casco con la tapa de la cabeza adentro”, relata Iván, que tuvo que presenciar la espantosa imagen.

                                                                                                                              Diego Julián Penagos, de 28 años, también murió ese sábado. Salió a las siete de la mañana a trabajar a un taller de cerrajería, a las nueve volvió a su casa a desayunar y se recostó un momento, antes de recobrar su rutina. “A la media hora sonó la explosión. No le pasó nada y prefirió irse al barrio 1° de Mayo a buscar a su mujer y a su hija. En el camino quedó muerto. Lo alcanzó una bala perdida. “Fueron tiros de lado y lado”, explica María del Socorro Penagos, tía y madre putativa de Julián. María Lucrecia Yatacué, de 19 años y su hija de tres, perdieron a su esposo y padre. “Ahora la niña lo representa”, recalca María del Socorro con el llanto acumulado en sus parpados. “Que el Gobierno piense en cómo acabar tanta violencia por aquí. Deberían pelear entre ellos mismos, entre Ejército y guerrilla, y no meterse con nosotros”, agrega con un gesto de dolor extremo.

                                                                                                                              Leonardo Escué tiene 34 años, una hija de cinco y otro de dos. Su casa queda a menos de 15 metros de la estación de Policía. Cuenta que ese día llegó de Santander de Quilichao, donde vende helados, descargó sus cosas y cuando se iba a tomar un tinto, empezó el hostigamiento. “Fueron ráfagas seguidas. No hubo tiempo de nada. Sólo corrimos a resguardarnos en un cuarto. Los niños ya saben qué hacer en estos casos. Acomodé la pipa de gas para que no le diera una bala y apenas entraba al cuarto cuando sonó el estallido. Se levantó una polvareda y cuando me puse de pie ya no había nada. Todo quedó en el piso. Los niños se quedaron pasmados y aturdidos. Cuando me vieron ensangrentado soltaron el llanto. Quedé sin casa. Ahora estamos viviendo en una iglesia cristiana donde nos acomodaron en una pieza”, sostiene Leonardo.

                                                                                                                              Hay muchas versiones. Unos dicen que nadie esperaba el bombazo, otros que desde el viernes se sabía que la guerrilla andaba cerca. Se rumora que a don Humberto, habitante del pueblo, engañado le compraron la chiva en 20 millones. Otros dicen que se la robaron encañonado. Todos sostienen que es un trabajador de Tacueyó y temen que lo acusen de cómplice del atentado. Como también temen por el comentario del presidente Santos y el gobernador del Cauca, Guillermo Alberto González, de tumbar casas. Sólo saben que les tocó vivir en este pueblo caucano situado en las estribaciones de la Cordillera Occidental, donde es normal la violencia. Asumen que el del sábado fue el ataque más fuerte de los 15 que han vivido en los últimos 18 años, pero entienden que no será el último. Cuando los periodistas y el Gobierno se vayan, todo volverá a ser como dice la canción: “números rojos en la cuenta del olvido”.

                                                                                                                              * Nombre ficticio

                                                                                                                              Por Alfredo Molano Jimeno, enviado especial Toribío, Cauca

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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