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Escritores, periodistas y muchos clientes de Prólogo Café y Libros recordaron a Mauricio como librero hace seis meses, cuando dejó nuestro planeta. Él decía que había aprendido a leer antes que a caminar. Cierto o no —probablemente no— en su biblioteca personal no creo que hubiera un libro que no se hubiese leído. Devoraba páginas tras páginas de todos los que llegaban a sus manos, no importaba si desde el inicio le parecía que no valía la pena, lo que le dio criterio para ser el mejor librero del mundo. Lo digo yo, que compartí con él los últimos 22 años de su vida y tuve la fortuna de conocer de pe a pa a este ser que a partir de las ocho de la noche se sentaba en su sillón al lado de una de las bibliotecas de la casa, prendía su lámpara, abría su libro y atizaba continuamente la chimenea. Eso era lo único que interrumpía su lectura. A partir de ese momento el silencio inundaba el ambiente de casa. Era su espacio y así lo fue hasta el último día de este ceremonial. Tal vez eso hizo que me afianzara el gusto por la soledad acompañada que produce el silencio cuando cada uno tiene la libertad de hacer lo suyo.
Con un Mauricio activo, que durante el día conversaba lo estrictamente necesario, siempre asertivo y analítico, caminamos juntos —en sentido estricto— y revisamos uno a uno los frutales de la finca: peros, ciruelos, duraznos, cerezos, brevos, papayuelos, manzanos. También los árboles nativos, hayuelos, siete cueros, tíbares, sangregados, cuya información repasaba al llegar a casa en su libro El manto de la tierra, flora de los andes, guía de 150 especies de la flora Andina que había comprado por doce mil pesos en 1991. O sus borracheros rojos que nunca le prendieron, el arrayán que por descuido acabó con la guadaña cuando cortaba el pasto del jardín, o el falso pimiento que nunca ‘pelechó’, quizá por no ser originario de nuestra zona, o el chilco, que le dio nombre a la finca. O buscaba los frutos del sauco para que le preparara mermelada. Cuidaba también su huerta, —recuerden que él era agrónomo—, sus moras, curubas, lechugas, perejil, cilantro, zanahorias, ruibarbo, y tenía el proyecto de construir un invernadero para cultivar tomates.
Al lado de Mauricio caminé varios años de nuestras vidas. Teníamos en común que Chile estaba en nuestros corazones, la fascinación por la ciencia, el gusto de él por cocinar y yo por devorar sus deliciosos platos, hablar con la mirada, el respeto por la independencia, el apoyo incondicional por acompañar nuestros proyectos profesionales. Leía y comentaba mis artículos de periodismo científico antes de publicarlos. Si había carrera de Fórmula 1, lo perdía; a veces lo pillaba jugando solitarios en su computador; anunciaba que vería los titulares del noticiero Caracol de las 7 de la noche, pero terminaba viendo el noticiero completo. Leía sagradamente a sus columnistas favoritos, y también a aquellos con quienes no compartía ideologías. Estaba bien informado.
Como leía hasta tarde en la noche, se despertaba ya entradita la mañana. Me buscaba por la casa, me daba un beso de buenos días, —aunque a esa hora yo ya llevaba media mañana trabajando—, y se sentaba a desayunar. Una vez arreglado subiría la montaña y se sentaría en su metro cuadrado a mirar con una paciencia infinita cómo era la dinámica del bosque. Le ponía nombres a las lagartijas que aparecían y miraba con emoción los pájaros que habían comenzado a conquistar El Chilco. Frío, pero tierno, por sus nietos se moría, aunque no lo demostrara abiertamente; decidido en sus opiniones, directo en sus comentarios, sabía lo que quería y evitaba lo que le molestaba.
Un día con Mauricio de estos últimos años que compartí con él. Los últimos meses me agradeció con palabras y con su mirada la compañía y los cuidados que exigía su enfermedad. He sido privilegiada por tenerlo a mi lado. Duele su ausencia hoy, seis meses después de su muerte.