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Estrenaba en mocasines, overol de pana azul y un suéter blanco.
Las luces navideñas del árbol, la ventana y el pesebre, antes de llenar de vida mi apartamento, lo hacían ver más sombrío, más penumbroso. Faltaban pocos minutos para las doce —quizás un par— cuando entré con sollozos y ojos somnolientos a mi habitación.
Al verla: mis ojos atónitos se abrieron.
Reposaba imperturbable encima de la cama. Con su vestidito azul, que apenas dejaba entrever su piel cromada por un sol metálico. Con sus curvas redondas, y bien pronunciadas adelante y atrás. Inmóvil me miraba con el resto de su cuerpo recto y firme.
De inmediato y sin premeditación alguna la agarré entre mis manos. La revisé palmo a palmo. La manoseé hasta la saciedad. La bajé, y delicadamente la puse en el piso apoyada en sus extremidades. Sin contemplaciones: la monté.
Ya sonaban las sirenas en la calle, la pólvora estallaba y los cantares de navidad retumbaban con fuerza en el vidrio
— ¡Feliz Navidad!— me dijeron en coro mis padres desde la puerta de la alcoba.
— ¡Feliz Navidad!— les respondí llorando de alegría y con una notable sonrisa en mi rostro— Muchas gracias por mi bici nueva.