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Una poesía escrita para la cabeza que nos cambia el corazón

A veces los académicos suecos nos decepcionan cuando entregan el Nobel de literatura.

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Héctor Abad Faciolince
01 de febrero de 2012 - 07:26 p. m.
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El 3 de octubre de 1996, cuando sorpresivamente se lo dieron a la poeta polaca Wislawa Szymborska, después del asombro ante el nombre desconocido, fue una de esas fechas en que el regalo fue grande. Poco a poco nos fuimos enterando de lo que le gustaba escribir a esa mujer menuda, tímida, discreta y sonriente, que vivía en la misma ciudad de la que había sido arzobispo el papa polaco que reinaba entonces: pequeñas reseñas sobre libros raros y que probablemente no le interesaban a nadie (Lectura no obligatoria), y sobre todo poemas escritos con un extraño tono: meditativo, irónico, lúcido y juguetón, todo al mismo tiempo.

Los poemas de Szymborska son muy inteligentes y siempre nos hacen pensar. Al pensarlos bien, nos conmueven. Usa palabras sencillas para plantear problemas importantes. Son poemas escritos con la cabeza, pero que de algún modo nos mejoran el corazón, porque son poemas que, sin ser moralistas, están escritos por una lucidez ética que de algún modo desnuda nuestras carencias, nuestra insensible dureza.

Szymborska llevó una vida apartada y discreta. Si en los comienzos del régimen comunista llegó a escribir poemas dentro del canon obligatorio del realismo socialista, muy pronto se decepcionó de la dictadura que gobernó durante casi medio siglo en Polonia. Cuando de repente se volvió famosa (“¡hay otros mejores que yo!” exclamó sorprendida cuando el Premio Nobel la sacó del anonimato) se indignaba si iba a una librería de su ciudad y veía una pila de libros con su nombre. Pedía que los quitaran de en medio, que los escondieran, y protestaba por la vulgaridad de vender pilas de libros suyos, como si fueran ropa de moda.

Según cuentan, a pesar del dinero del premio y de las ventas de sus libros en todos los idiomas, seguía viviendo en el mismo pequeño apartamento de siempre, en las afueras de Cracovia. A su muerte tenía casi noventa años y no aceptaba invitaciones ni entrevistas, aunque conservaba su mente sagaz y su espíritu libre. Hace poco un director de cine holandés, John Albert Jansen, hizo un documental sobre ella, y consiguió sacarla, brevemente, de su mutismo. Es un testimonio hermoso de su poesía y de su estilo de vida discreto. También es un testimonio de su risa, que no la abandonó nunca.

Hasta 1996 sus poemas habían circulado muy poco en español. La editorial Hiperión, que preparaba un volumen de su obra, se apresuró a sacar, en 1997, algunos de sus libros (El gran número; Fin y principio). Fue en ellos donde muchos de nosotros la leímos por primera vez, deslumbrados. Hace pocos años el Fondo de Cultura Económica, de México, publicó un volumen con buena parte de su obra poética: Poesía no completa. En ella podemos leer su propio Epitafio:

Aquí yace, como la coma anticuada,
la autora de algunos versos. Descanso eterno
tuvo a bien darle la tierra, a pesar de que la muerta
con los grupos literarios no se hablaba.
Aunque tampoco en su tumba encontró nada
mejor que una lechuza, jacintos y este treno.
Transeúnte, quita a tu electrónico cerebro la cubierta
y piensa un poco en el destino de Wislawa.

Su poesía le habla a cualquiera que quiera leerla sin prevenciones. No es difícil, pero al pensarla, se ve que tampoco es fácil. Es ingeniosa y profunda, es certera, y apunta donde duele. A veces, al leerla, a uno le parece que está hablando de su propio país. Hay dos poemas en particular, uno sobre un atentado terrorista, y otro sobre un grupo de personas desplazadas, que a mí me parece que hablan de Colombia. Si los leen con atención, verán que son poemas que hablan a nuestra cabeza, sí, pero al final también a nuestro duro corazón. Para finalizar los quiero compartir con ustedes:

UN TERRORISTA: ÉL OBSERVA

La bomba explotará en el bar a las trece veinte:
Ahora apenas son las trece y dieciséis.
Algunos todavía tendrán tiempo de salir.
Otros de entrar.

El terrorista ya se ha situado al otro lado de la calle.
Esa distancia lo protege de cualquier daño
y se ve como en el cine.

Una mujer con una chaqueta amarilla: ella entra.
Un hombre con unas gafas oscuras: él sale.
Unos chicos con bluyines: ellos está hablando.
Trece diecisiete y cuatro segundos.
Ese más bajo tiene suerte y sube a una moto,
y ese más alto entra.

Trece diecisiete y cuarenta segundos.
Una niña: ella va andando con una cinta verde en el pelo.
Sólo que de repente ese autobús la tapa.

Trece dieciocho.
Ya no está la niña.
Habrá sido tan tonta como para entrar, o no.
Eso ya se verá cuando vayan sacando.

Trece diecinueve.
Y ahora como que no entra nadie.
En vez de entrar aún hay un gordo calvo que sale.
Pero parece que busca algo en sus bolsillos y
a las trece veinte menos diez segundos
vuelve a buscar sus miserables guantes.

Son las trece veinte.
Qué lento pasa el tiempo.
Parece que ya.
Todavía no.
Sí, ahora.
Una bomba: la bomba explota.

(Traducción de A. Murcia Solano)

CIERTA GENTE

Cierta gente huyendo de otra gente.
En cierto país bajo el sol
y bajo ciertas nubes.

Dejando atrás todos sus respectivos
campos labrados, ciertas gallinas, perros,
espejos en los que ahora sólo el fuego se contempla.

Llevan a la espalda hatillos y ollas
día tras día más pesados, cuanto más vacíos.

El agotamiento de alguien tiene lugar en silencio,
el arrancamiento a alguien de su pan en el tumulto
y el acunamiento del niño muerto de alguien.

Ante ellos un incesante “por aquí no”,
no es ese el puente que necesitan
sobre un río extrañamente rosado.
Alrededor unos disparos, a veces más cerca, a veces más lejos,
en lo alto un avión que parece dar vueltas.

Vendría bien alguna invisibilidad,
alguna oscura pedregosidad,
y aún mejor un no-haber-sido
por un tiempo breve o incluso largo.

Algo todavía ocurrirá, pero dónde y qué.
Alguien saldrá a su encuentro, pero cuándo, quién,
Desempeñando qué papel y con qué intenciones.
Si tiene elección,
quizás no quisiera ser un enemigo
y los deje con cierta vida por delante.

(Traducción de David Carrión Sánchez)

Por Héctor Abad Faciolince

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