Una historia extraordinaria

El vicepresidente de la República logró llegar a la cúspide sin régimen populista e incluso sin partido, zigzagueando entre sus adversarios ideológicos.

Mauricio García Villegas / Docente de varias universidades públicas, doctor en ciencias políticas y columnista de El Espectador.
04 de diciembre de 2011 - 02:07 a. m.

Si en este país existiera el mito del “sueño colombiano”, así como en los Estados Unidos existe el “sueño americano”, Angelino Garzón sería un ejemplo viviente de esa fantasía nacional: hijo de una vendedora de la plaza de mercado de Cali, de padre desconocido, líder estudiantil en las protestas de 1977, miembro del Partido Comunista, dirigente sindical, ministro del Trabajo en el gobierno de Pastrana, embajador en Ginebra y actual vicepresidente de la República. En un país en donde la suerte de las personas depende muy poco del mérito y mucho de la herencia, en donde la movilidad social es la excepción más que la regla, lo menos que se puede decir de la vida de Angelino es que es una historia extraordinaria.

En el lapso de 30 años, Angelino no sólo ha recorrido todos los estratos sociales, desde el más humilde, en los barrios populares de Cali, hasta el más encumbrado, en los salones de la élite bogotana, sino también todas las posiciones del espectro político, desde la dirigencia del Partido Comunista, en la izquierda radical, hasta la colaboración estrecha con el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, en la derecha dura, pasando por los gobiernos de Pastrana y de Santos.

Es verdad que en un país de lentejos, como Colombia, la trashumancia política de Angelino no tiene nada de raro. El cambio de etiqueta partidista por razones de interés electoral es una práctica que se remonta a los orígenes mismos de la república, con Bolívar, y que recorre toda nuestra historia política, pasando por Rafael Núñez, Abelardo Forero, Alberto Lozano Simonelli, y desde luego Juan Manuel Santos, entre muchos otros camaleones políticos. Angelino ha hecho lo mismo que todos ellos pero con algunas diferencias notables. La primera es que no ha dejado de decir cosas fundadas en sus ideales de siempre, que son ideales de izquierda. Mientras que una buena parte de los que han hecho el tránsito desde la izquierda hasta la derecha han terminado en condición de renegados, es decir envenenados contra sus ideas de juventud (Plinio Apuleyo Mendoza y José Obdulio Gaviria son los ejemplos más notables), Angelino ha seguido fiel a buena parte del imaginario sindical que defendía hace treinta años. Las peleas que ha librado este año al interior del Gobierno con el ministro de Hacienda, a favor del salario mínimo y de la igualdad social, son un testimonio de ello.

Lo segundo es que, quizás justamente por esa continuidad ideológica, Angelino no ha perdido el apoyo de la mayoría de sus electores, los cuales le perdonan sus veleidades políticas. Es cierto que esos cambios le han costado el distanciamiento e incluso el odio de muchos intelectuales de izquierda y de buena parte de sus antiguos colegas del Polo. Pero en política esos odios poco importan cuando el apoyo popular se mantiene.

Dicho esto, es difícil no ver una buena dosis de oportunismo en algunas de las decisiones que han llevado a Angelino a la cumbre del Estado: su aceptación del Ministerio del Trabajo durante el gobierno conservador de Andrés Pastrana; su labor como embajador ante la OIT (concebida para limpiar la imagen humanitaria del gobierno del presidente Uribe y lograr la aprobación del TLC) e incluso su candidatura a la Gobernación del Valle, apoyada por los sectores menos presentables de la política de ese departamento. Nada de ello habría sido posible si Angelino no tuviera esa desfachatez política bien administrada que lo caracteriza. Ello es parte de su personalidad claroscura. Como ocurre con la mayoría de los seres humanos, en Angelino los intereses pedestres se mezclan con los ideales sublimes, de tal manera que los primeros se soportan gracias a que existen los segundos y éstos se consiguen gracias a que se cuenta con los primeros.

Lo cierto es que el lado angelical de nuestro personaje no se reduce a su nombre. No sólo es un defensor (esporádico, mediático e individualista, es cierto) de causas justas, como la igualdad social o el derecho a la educación, sino que es un tipo que siempre ha defendido el diálogo y la vía negociada de los conflictos. Eso no sólo lo ha llevado a aliarse con gente que representa la antítesis de sus ideales, sino también a dar batallas políticas importantes contra los sectores más conservadores de los gobiernos en los que ha trabajado (los últimos tres) y también contra los sectores más doctrinarios de la izquierda radical que defienden la tristemente célebre tesis de la combinación de las formas de lucha.

Quiero terminar este perfil con una reflexión más general. Parte de la debilidad histórica de nuestra democracia proviene de que aquí nunca prosperaron los regímenes populistas. Allí donde éstos se implantaron fue posible el ingreso, al menos parcial, de las clases populares al poder y, con ello, una cierta oxigenación política y cultural de las élites dominantes. Angelino logró llegar a la cúspide sin régimen populista e incluso sin partido; zigzagueando entre sus adversarios ideológicos. Es verdad que para conseguirlo no dudó en ser oportunista y politiquero. Pero sería más fácil reprocharle esa conducta si la clase política tradicional no tuviese esos mismos o peores defectos.

Por Mauricio García Villegas / Docente de varias universidades públicas, doctor en ciencias políticas y columnista de El Espectador.

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