De toros, toreros y cornadas

El torero colombiano Juan Solanilla hace un relato personal sobre el viacrucis de su profesión.

Juan Solanilla / Especial para El Espectador Madrid, España
14 de julio de 2010 - 03:36 a. m.

La misma tarde que llegué a Sevilla, asistí a la plaza de toros La Real Maestranza de Caballería. Sale por la puerta de los sustos un animal que nunca antes había visto, un señor toro de lidia con casi seiscientos kilos encima y dos pitones o cuernos que asustarían al más valiente de los valientes. Un público más que entendido en materia taurina, representado en el respeto, admiración y exigencia con que evalúan todo lo que sucede dentro del ruedo. Unos hombres vestidos de luces dispuestos a todo, olvidando que tienen familia, amigos y una vida que pende de un hilo. Entre ellos una competencia a muerte por los pocos lugares privilegiados que ofrece el toreo. Casi un ritual sagrado se vivía en aquel momento. Una ceremonia para celebrar la existencia de la bravura representada en el toro. Una sensación que nunca antes había experimentado.

Fue mi primer golpe contra la realidad después de haber hecho tangible el deseo de viajar a España para aprender más sobre la pasión de mi vida.

Había aterrizado en el aeropuerto Barajas, en Madrid, el 12 de abril. Llegué arrastrando mis trastos de toreo y con una ilusión que no cabía en el avión. Viajé directamente a Sevilla, que por ese entonces celebraba su tradicional feria de abril. Toros, caballos y manolas. Tierra de grandes maestros como Paco Camino, Curro Romero y Morante de la Puebla.

Otra de las experiencias que marcaron mi estadía en España fue la grave cornada que recibió el torero Julio Aparicio, a quien el pitón del toro le atravesó el piso de la boca y le salió por esta misma, en una imagen realmente escalofriante. Me tocó verlo en vivo y en directo en la Plaza de Toros de Madrid y fue una sensación muy fuerte, por saber que al igual que aquel hombre que acababa de ser herido, yo también corría ese riesgo al ponerme delante de un toro.

Afortunada o desafortunadamente, según desde el punto de vista que se tome, yo había vivido en carne propia esa experiencia en los inicios de mi carrera taurina. En la plaza de toros de Santamaría, el 19 de enero de 2008, cuando al empezar mi faena el toro me corneó en un brazo, impediéndome continuar la lidia, pero ahora que ha pasado el tiempo entiendo que en ese momento lo mejor no era preguntarme porqué me sucedió esto sino para qué. Y digo que es afortunado, porque me hizo darme cuenta de la dureza de esta profesión. Que para poder honrar la vida de ese animal que amamos y que es la razón de nuestra existencia, no sobrevivencia, hay que poner en riesgo la nuestra. Y no es fácil. El torero mexicano Cristian Hernández lo descubrió en su país por la misma época en la que yo veía la quijada de Aparicio enganchada por el toro: se negó a salir a lidiar y renunció tras reconocer en público que él no era para el toreo.

Mientras yo vivía desde España las sensaciones que persiguen a aquellos que sueñan con vestirse de luces y jugarse la piel para honrar la existencia del toro bravo, estuve en la ganadería del maestro Cesar Rincón. Me invitó a pasar una tarde en su finca y torear algunas becerras. Un lugar de importantes dimensiones, de campo hermosamente verde por culpa de las lluvias de invierno, instalaciones envidiables y una torerísima plaza de toros. La dehesa, como se le llama al terreno donde se crían toros bravos, se encuentra en una especie de valle, con grandes planicies y montañas al fondo. Estando ya en la plaza, a la hora de empezar la tienta, que es el proceso de selección de las futuras madres de la ganadería, el maestro Rincón muy generosamente me dio indicaciones técnicas de cómo se debe tentar o probar una vaca con el fin de aprovechar al máximo su cualidad innata, la bravura. "Hay que darle mínimo ocho pases seguidos al toro si quieres triunfar" fueron algunas de las recomendaciones que el maestro me daba a medida que avanzaba la jornada campera. Al final entendí que allí todo tiene que hacerse con la mayor perfección, hay que poner los sentidos al máximo y encontrarse en inmejorable condición física y mental. Al finalizar la tienta nos reunimos en uno de los salones de su cortijo, donde nos ofreció una cena muy española, con tortilla, jamones, quesos y chorizos.

Me sorprendió aquel lugar donde el maestro ahora descansa, después de haber luchado muchos años para llegar a ser uno de los toreros más importantes de la historia. Un paraíso como recompensa a años de sudor y lágrimas. Segundo golpe: el camino al trono del toreo es más largo y pedregoso de lo que imaginaba. Por eso mismo despertó en mí un deseo mucho mayor de trabajar para alcanzar ese pedestal al que llega un torero cuando logra triunfar en plazas como Sevilla o Madrid. Ahora no sólo se han ampliado las fronteras de mis deseos, sino que me he jurado a mí mismo hacer todo lo que en mis manos esté, para algún día abrir la puerta grande del toreo y así darle una alegría a mi país, aquel que siempre ha creído en mí. Espero regresar en algunos meses a Colombia y demostrar lo mucho que he podido aprender triunfando en las grandes ferias.

Por Juan Solanilla / Especial para El Espectador Madrid, España

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