Aniversario de los chalecos amarillos en Francia, ¿hasta el año 3000?

Cincuenta y tres semanas protestando, desde el 17 de noviembre de 2018, los chalecos amarillos se sienten inspiradores de otras manifestaciones en el mundo. Así vivió París el primer aniversario de este movimiento que, dice, llegó para quedarse.

Ricardo Abdahllah / París
18 de noviembre de 2019 - 02:00 a. m.
 Durante el aniversario de las protestas de los chalecos amarillos en Francia se presentaron fuertes disturbios focalizados en París.  / AFP
Durante el aniversario de las protestas de los chalecos amarillos en Francia se presentaron fuertes disturbios focalizados en París. / AFP

“En todo el mundo la gente está mostrando que se puede. Aquí empezamos y no vamos a quedarles mal”, dice un joven mientras se tapa la boca con un pañuelo para evitar inhalar los gases lacrimógenos que cubren la Plaza de Italia, en el centro de París. Desde antes de la hora en la que los manifestantes se habían dado cita oficialmente, lo que debía ser una marcha tranquila para conmemorar el primer año del movimiento se había convertido en una nueva versión de las batallas que desde el 17 de noviembre del 2018 han frecuentemente enfrentado a los “chalecos amarillos” con la Policía antidisturbios francesa, apoyada (ante la magnitud de las protestas) por escuadrones de la Gendarmería. Como de 300.000 manifestantes en el periodo cumbre del movimiento , la cifra de las últimas semanas se había reducido a apenas algunos centenares, a nadie se le ha ocurrido retirar el material de los obreros que trabajaban en la restauración de la plaza.

Todas esas herramientas, adoquines y barreras metálicas se han convertido en armas improvisadas para romper vitrinas y cajeros automáticos. Hombres encapuchados destrozan una lavandería en la que se han refugiado varios policías. Un vehículo de seguridad de la Alcaldía es el primero en ser incendiado y los manifestantes bloquean por la fuerza el paso de los bomberos que intentan apagarlo.

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Otro era el ambiente la noche anterior, cuando en un salón de conferencias a un par de calles, Priscillia Ludosky lideraba el lanzamiento de Lobby Ciudadano, uno de los movimientos surgidos de los chalecos.

Hasta mediados del 2018, Ludosky vendía productos de belleza a domicilio recorriendo las carreteras del área donde los suburbios de París se vuelven campo. No le alcanzaba para vivir y le iba a alcanzar menos si se aplicaba la sobretasa a la gasolina anunciada por el gobierno del entonces casi unánimemente admirado presidente Emmanuel Macron. Para protestar contra el alza, Ludosky lanzó una petición en internet que pasó despreciada durante meses hasta que el camionero Eric Drouet invitó a los franceses a apoyarla bloqueando la autopista circunvalar de París y llevando puesto un chaleco amarillo.

Los chalecos amarillos han marchado cada sábado desde ese día. Si durante los primeros meses las manifestaciones se improvisaban, las multas de miles de euros que tuvieron que pagar varias figuras visibles, entre ellas Drouet, obligaron a los organizadores a declararlas ante las autoridades.

“Las autoridades nos impiden reunirnos en los lugares simbólicos de París. Dicen que es por culpa del riesgo terrorista, pero si les decimos que vamos a manifestarnos en los barrios populares no le ponen problema” dice Ludosky, quien a pesar de ser una de las figuras del movimiento pide que no la llamen líder ni portavoz. “Para conmemorar el primer año aceptamos reunirnos en la Plaza de Italia, porque la otra opción sería no manifestarnos y no íbamos a dejar pasar una fecha tan importante”.

Los chalecos amarillos no ocultan su frustración: para el aniversario habrían querido regresar a los Campos Elíseos. Fue allí donde el movimiento iniciado casi sin querer por Ludosky y Drouet logró la notoriedad que le permitió reunir a inconformes de todas las tendencias políticas. Ecologistas, trabajadores del espectáculo, madres cabeza de familia, desempleados, promigrantes y militantes de los bloques negros anarquistas terminaban por mezclarse con militantes de extrema derecha, nacionalistas o antivacunas.

“Teníamos ideas muy distintas, pero un enemigo común: Macron, porque representaba un desvío de la función presidencial al poner el Estado al servicio de los ricos”, decía hace una semana Alain, un pensionado que a pesar de vivir a dos horas en tren de París dice haber asistido al menos a la mitad de las manifestaciones en la capital.

Con la seguridad que le daba una estructura de gobierno en la que el ministro del Interior y el primer ministro podrían servir como fusibles que renunciarían para protegerlo, el presidente francés se limitó en un primer momento a anular el alza del combustible que había motivado las primeras protestas. Como las reivindicaciones ya eran otras y las medidas no calmaron a los manifestantes, Macron apostó por un “debate nacional” en el que durante dos meses se realizaron más de diez mil reuniones locales. Macron asistió a once de ellas, que fueron transmitidas en directo. Un filtrado de los asistentes para evitar manifestantes agresivos le facilitó el ejercicio de responder, en mangas de camisa y durante horas, a las preguntas de los ciudadanos.

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“Fue muy hábil al seguir el principio de que para salir de las crisis hay que discutir”, dice el sociólogo Michel Wieviorka, que hizo parte de los intelectuales invitados por el presidente a uno de esos debates. “Las protestas perdieron momentum, así que su estrategia funcionó aunque hubiera debatido con todo mundo excepto con los chalecos amarillos”.

“Ahora que se cumple un año del movimiento, le hemos pedido por correo y de manera formal que por fin nos reciba. Si él hizo su debate, nosotros hicimos el nuestro y queremos exponerle nuestras conclusiones”, dice Jerome Rodrigues, quien el 29 de enero perdió un ojo en cercanías de la Plaza de la Bastilla (24 personas más sufrieron el mismo destino por culpa de las balas de goma disparadas por la Policía y hacen parte de los cerca de 5.000 manifestantes heridos). Según el periodista David Dufresne, quien ha compilado 680 casos filmados de excesos policiales: durante el año que ha durado el movimiento, la Policía ha dejado más manifestantes heridos que en las dos décadas precedentes.

“No tengo nada de qué arrepentirme”, afirma Rodrigues, “en las manifestaciones de las ciudades y las glorietas del campo volví a encontrar la fraternidad”.

Al hablar de glorietas se refiere a las ocupaciones de centenares de cruces de caminos por parte de los chalecos amarillos en las carreteras rurales de Francia y que, a pesar de haber sido mucho menos mediatizadas que los enfrentamientos en ciudades como París, Marsella , Burdeos , Toulouse y Rennes, fueron, según el periodista y parlamentario Francois Ruffin, “una de las facetas esenciales del movimiento, pues permitieron a personas aisladas en regiones aisladas la posibilidad de tejer lazos sociales”.

Ruffin pasó varias semanas recorriendo las glorietas para su documental Je Veux du Soleil: “De repente teníamos a jóvenes en ruptura social viviendo en cabañas con pensionados y profesionales que habían dejado un trabajo en el que ya no estaban satisfechos. Y toda esa gente estaba conviviendo durante semanas o meses en las glorietas hablando de política”.

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“En la primera estuvimos a cien metros del Palacio del Elíseo. No avanzamos por respeto a nuestros policías”, dice uno de los manifestantes que afirma haber vivido durante semanas en una de las glorietas de la región de Montpellier y durante los últimos coletazos de la manifestación de aniversario en París, fotografía con su celular una caneca incendiada.

Nunca volvieron a estar tan cerca y aunque la crisis obligó a Macron a desacelerar su programa de reformas ultraliberales y la simpatía de los franceses por el movimiento no haya decaído, el presidente se prepara para lanzar una ambiciosa reforma del sistema de pensiones. Para protestar contra ello, sindicatos y chalecos amarillos, que siempre se miraron con mutua desconfianza, han anunciado que participaron juntos en las marchas que abrirán un paro nacional el próximo 5 de diciembre.

Los chalecos dicen lo mismo que han dicho en los últimas 53 semanas: que esta será la prueba definitiva.

Por Ricardo Abdahllah / París

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