En las noches, la mesa del comedor de la casa de Gabriel* se convertía en un ring de boxeo. Tenía apenas cinco años y su contrincante le doblaba el tamaño. A falta de guantes, Gabriel usaba un cuaderno, lápices, borradores, sacapuntas.
El sonido familiar era el de la hebilla: primero el metal, luego el cuero deslizándose por las presillas. En medio de los gritos, su oponente levantaba el cinturón, doblándose en el aire como el látigo de Indiana Jones que pasaba por la televisión.
—¡Pero no le pegue! ¿Usted por qué hace eso? —reclamaba la mamá de Gabriel.
—No me desautorice frente al niño. Es él quien no sabe hacer las cosas —respondía el hombre iracundo.
Gabriel rodeaba la mesa, sin entender cómo su padre, aquel que creía invencible, podía pasar de héroe a villano en tan pocos segundos.
Marco*, su papá, trabajaba durante todo el día, igual que su mamá. Sentado en la silla, con sus pequeños pies colgando y moviéndose hacia adelante y atrás, Gabriel esperaba su llegada: “¿Cuándo podía yo tener un adulto que me ayudara a hacer tareas? Solo en las noches”, recuerda.
Pero la noche traía a un Marco distinto: uno al que el cansancio le limaba la paciencia. Llegaban los gritos, los manotazos, las malas palabras. El pequeño Gabriel decidió que, como en el libro de Matilda, era mejor aprender a valerse por sí mismo. Así no “molestaba”. Así no ocupaba el tiempo que nadie parecía tener. Era una forma temprana de volverse aún más pequeño para no “estorbar”.
Pero su verdadero talón de Aquiles era la timidez que otros encuentros desafortunados con su papá le habían desarrollado.
A los 3 o 4 años, Gabriel vivía con su familia en un conjunto residencial de clase media en Bogotá. “A mi papá le caía mal uno de mis amiguitos. No entendía por qué, aunque alcanzaba a interpretar que era porque podía tener dificultades económicas… o porque los padres o el hermano tenían trabajos que, según él, no eran tan importantes”, recuerda.
Una tarde, mientras jugaban en el parque, Marco apareció. No llamó aparte a Gabriel ni esperó a que terminara el juego. Simplemente señaló al pequeño compañero —cuyo nombre hoy no logra traer de vuelta— y le advirtió que no se juntara con él, que no quería que fueran amigos. Gabriel, pequeño e incómodo, apenas alcanzó a decirle a su amigo: “Perdona a mi papá… él es así”.
Esas escenas, dispersas, piezas sueltas en la mente de un niño, empiezan a tomar sentido cuando se analizan desde afuera.
Carolina Ramírez Salazar —especialista en psicología clínica y desarrollo infantil, certificada en disciplina positiva en familia y aula, e integrante del colectivo de expertos en salud mental de Sana Mente— explica que, “cuando un niño crece en un entorno invalidante, no seguro, negligente, donde es poco visto y no hay sentido de pertenencia, su sistema nervioso y patrones internos se adaptan para sobrevivir. En la adultez, estos patrones se manifiestan como coraza para protegerse de ambientes que percibe como peligrosos”.
Por eso, Gabriel comenzó a retraerse. En cualquier situación pensaba que era él el objeto de las burlas, que era vulnerable ante los demás. Y esto, a medida que crecía, afectaba mucho sus vínculos, sobre todos los que mantenía con el género opuesto.
Los primeros miedos al amor
“Yo estudié en un colegio católico masculino. Vine a tener amigas hasta la universidad, pero les tenía miedo, les tenía susto, no las entendía”, recuerda Gabriel.
Cuando alguna mujer le hablaba, o siquiera parecía tener intención de hacerlo, se quedaba casi petrificado y desviaba la mirada. Con el tiempo, terminó pareciendo antipático, aunque solo era miedo y torpeza intentando protegerlo. “Me decían ‘es que usted no muestra la cara para nada’. Claro, a mí me daba un susto tenaz relacionarme con la gente”, asegura.
Por eso, durante muchas de sus relaciones le costaba dar el primer paso. La mayoría comenzaban porque, en medio de su timidez, dejaba que alguna mujer se le acercara; casi nunca ocurría al contrario. Una vez establecido el vínculo, la sensación constante de equivocarse lo mantenía en un estado de alerta que no lo dejaba en paz.
De repente, aparecían los mismos gritos, la misma impaciencia de su padre, la falta de control, las peleas escaladas y, luego, la negación inconsciente de sus propias acciones; le dolía sentir que su pareja, aunque no fuera realmente el caso, lo descalificara. La sensación de insuficiencia moldeaba sus vínculos.
En la adolescencia entendió que la autoridad de su papá había sido arbitraria, sin razón y agotadora. Y aun así, aquello que intentaba evitar empezó a colarse en sus propias emociones: “Te das cuenta de que muchas cosas las tienes inconscientemente, porque las viste; se convirtieron en un referente y ahí comienza la lucha por no serlo. Pero incluso en el no serlo, esos comportamientos se van manifestando”, reconoce.
Las reacciones aprendidas en la infancia se traducían en ansiedad, estrés y rabia. “Cuando mi papá me decía que era bruto, que no podía, era muy difícil que uno llegara a decir: ‘Yo puedo, yo sé, yo soy bueno en las cosas’”, afirma Gabriel.
Las cicatrices de la “autoridad”
Gabriel vivió episodios depresivos que lo empujaron a pensar que debía soltar cosas importantes, como su carrera o su trabajo. “Para mí, casi todo era de vida o muerte”.
Ir a terapia no es sencillo. “Porque cuando tú has vivido, por ejemplo, en esos ambientes donde no tienes voz, poner tu voz enfrente de alguien para que seas escuchado y entendido no es muy fácil, porque dentro de la concepción que él tiene mentalmente es: ‘no soy suficiente, no vale la pena, seguramente esto que me está pasando a mí no es nada, yo solo voy a poder’”, explica la doctora Ramírez.
A sus 40 años, nuestro protagonista ha recorrido dos procesos psicológicos. El primero fue en sus 20, tratando de entender de dónde venían sus patrones y aprender a identificarlos: “Yo tenía una voz descalificadora que me hacía dudar de todo cada vez que empezaba algo: un proyecto, una relación, un trabajo”.
Durante años, Gabriel se distanció de Marco; hubo periodos de silencio entre ambos que sumaban entre cinco y siete años. Eso implicó confrontar heridas de la infancia y entender que esa figura de autoridad emergía como un referente de conflictos no resueltos.
Equivocarse como padre es inevitable. El problema no es el error en sí, sino lo que se hace después. “Nos vamos a equivocar todo el tiempo, no con la intención de hacer daño… pero sí, porque somos humanos. Seguramente hoy levanté la voz, lo grité, estaba muy enojada y no supe manejar mi emoción, y le di una palmada. Pude haberme equivocado aun cuando tengo la idea de que mi crianza no va a ser bajo amenazas y golpes”, explica Ramírez. Pero la habilidad del adulto está en reparar, en protege para que, en la adultez, esos patrones no se manifiesten.
Hubo momentos en los que Marco fue un superhéroe, un modelo a seguir; quizá un tercio de los días. El resto, gritaba, castigaba, exasperaba. Esa hora y media de tormenta bastaba para que dudara de sí mismo, para que cuestionara su valor como hijo. Muchas veces se fue llorando a la cama preguntándose qué le hacía falta.
Gabriel sabe que su padre pudo haber actuado distinto, pero también comprende que vivió con un marco rígido y estrecho. Marco era hijo de patrones machistas culturales, religiosos y sociales. Nunca se cuestionó nada. “Yo sí, pero porque ahora tengo más herramientas para entender por qué mi papá no lo hizo. No lo culpo, porque eso ya no tiene sentido”, agrega. No es excusa, sino deslinde.
Así viven muchos adultos. Y, así como algunos logran sobrellevar su situación sin inconveniente, otros desarrollan mecanismos de defensa que desembocan en lo irascible. “Ahí es donde hay que entrar como psicólogo ahondar realmente en dónde está esa herida para poder hacer el trabajo y lograr sanar al niño interior”, dice Ramírez.
La historia de Gabriel termina con la metáfora de la tristeza que a veces se disfraza de enojo. Cuando alguien no gestiona la rabia, debajo de ella queda una tristeza no resuelta. Pues, para Gabriel, ese dolor era también la manera de lidiar con el recuerdo del cinturón de Marco, con el fantasma de un niño aprendiendo a amar a través de la herida.
(*) La historia de esta nota periodística es real. Los nombres de los personajes han sido cambiados a petición de las fuentes consultadas para mantener su privacidad.
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