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El apego en las relaciones de pareja: cómo entenderlo

Cuando el otro se vuelve casi una condición de existencia, aparece una palabra que hoy usamos sin entender del todo.

Paula Andrea Baracaldo Barón

07 de diciembre de 2025 - 05:27 p. m.
Foto: Getty Images
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Julio Cortázar escribió en Rayuela: “como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”. Y aún así, en él no existen absolutos. Por el contrario, abundan las explicaciones y, a pesar de eso, conocemos pocas formas de nombrar aquello que nos sucede cuando nos vinculamos: lo que sentimos, lo que tememos, lo que deseamos.

Algunos dicen que se vive mejor en la ignorancia. Por eso resulta tan difícil detenernos a cuestionar lo que hacen nuestras heridas —o nuestras buenas experiencias— dentro de los vínculos que construimos. Escuchar lo que traemos del pasado para ponerlo en juego en las relaciones presentes suele ser incómodo, pero también necesario.

Cuando el otro se vuelve casi una condición de existencia, aparece un término que hoy circula con la misma frecuencia que expresiones como red flags, toxicidad o ghosting: el apego. Y no porque sea una invención reciente, sino justamente porque tiene una trayectoria que vale la pena recordar para comprender realmente esta palabra que hoy usamos —a veces— con tanta ligereza.

¿De dónde viene la teoría del apego?

Como la propia construcción de la palabra lo indica, significa estar pegados, adheridos, no soltarnos. Una metáfora del lazo que se crea cuando necesitamos emocionalmente del otro.

La teoría del apego se origina en la observación de los primeros vínculos que establecen los seres humanos: aquellos que se tejen entre el bebé indefenso, el infante vulnerable y quienes asumen su cuidado. De hecho, como respaldo teórico, en 1950 el psiquiatra y psicoanalista británico John Bowlby formuló las bases para estudiarlo.

Sobre los tipos de apego, la doctora Paula Niño Morales, psicóloga psicoanalista egresada de la Universidad Nacional de Colombia, explica que esa categorización que actualmente conocemos surge de las especificidades en nuestros vínculos: “es una forma de sistematización que responde a la necesidad científica de clasificar y calificar manifestaciones, entidades y síntomas, y asimismo, nos revela algunos imperativos sociales”.

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Pero no deben confundirse con una dependencia total hacia otra persona. Si para el recién nacido y el niño es un asunto de supervivencia, se infiere que, una vez atravesada esa etapa, el apego—o los distintos tipos de apego— pasan a ser formas de vincularnos que aprendimos a lo largo de la vida.

Lo ideal, plantea la doctora, sería que dentro de esas dinámicas pudiéramos “hacer confluir el amor, el deseo y el respeto” y que “la diferencia y el disenso se convirtieran en expresiones de acompañamiento y de vida, y no de indiferencia, manipulación y muerte”. Ese es uno de los límites en los que el apego deja de cumplir su sentido: cuando no se comprende como una experiencia tan humana como nosotros mismos.

Lo que traemos al vínculo

Respondemos al cariño, al cuidado y a la atención desde nuestra propia estructura, desde nuestro propio panel de control (como lo sugirió Disney en Intensamente). Nuestra espina dorsal en los vínculos siempre tiene que ver, en parte, con el pasado: con aquello que trasladamos a nuestras relaciones posteriores, sean de amistad, de pareja o familiares.

No obstante “son formas de vinculación en las que también puede haber una alienación, una negación de la otredad, incluso una violencia, quedando al descubierto la imposibilidad del diálogo, de permitir un espacio para el deseo, para escuchar y ser escuchado, para el cuestionamiento”, advierte la profesional.

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Y en esta crisis de la palabra, del sentir —como la denominó ella en medio de la conversación para construir este artículo—, se vuelve cada vez más complejo reconocer verdaderamente al otro. Es una crisis que hoy se instala de forma imperceptible en las parejas, en las familias y en las sociedades.

Pero ¿qué implica? La doctora Niño plantea que se trata de aceptar lo imposible: que no es posible adueñarse de algo, de alguien. Que hay que “perder” en esta carrera de egos que nos imponen los discursos actuales.

¿Es el apego algo negativo?

No se trata de dividir el amor en categorías de “bueno” y “malo”, ni de usar etiquetas para explicar todo lo que sentimos o hacemos. Pero en medio de la influencia de las redes y los discursos rápidos, es fácil apropiarnos de conceptos para justificarnos —como el típico “yo soy así porque tengo apego evitativo/desorganizado/ansioso”—.

El problema es que, sin notarlo, empezamos a usar esas definiciones no para comprendernos, sino para evitar una mirada más honesta sobre nuestras relaciones. Así, dejamos de ver al otro como un sujeto con historia y necesidades propias y lo convertimos en una extensión de nuestras expectativas, sin detenernos realmente a pensar qué es el apego y cómo atraviesa la forma en que construimos vínculos.

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El apego, explica la psicoanalista Niño Morales, es una necesidad biológica y una “búsqueda vital, aunque produzca vértigo”. Un vértigo que tiene que ver con la incertidumbre, con no tener certezas ni control en las relaciones, pero que resulta determinante para fortalecer el vínculo con el otro.

Por eso comprender el apego no implica justificarnos ni señalarlo como algo negativo en nosotros o en los demás, sino abrir una lectura de cómo y por qué amamos así. Reconocer nuestros propios patrones y también los de quien nos acompaña nos permite salir de la culpa y aceptar lo que Morales llama “la posibilidad de pérdida”: soltar la ilusión de control sobre el otro y asumir que siempre existe el riesgo de perderlo (o de perdernos en ese intento de querer). “Ese reconocimiento del límite del apego es un real crucial; es lo que nos hace humanos”, concluye.

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Por Paula Andrea Baracaldo Barón

Comunicadora social y periodista de último semestre de la Universidad Externado de Colombia.@conbdebaracaldopbaracaldo@elespectador.com

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